El Papa Francisco destacó este domingo 15 de mayo en la Misa con el rito de canonización de 10 nuevos santos que "la santidad no está́ hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano" por lo que invitó "a servir al Evangelio y a los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente, sin buscar ninguna gloria mundana".
"Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación -de sacerdote, de consagrada, de laico-, se desgastaron por el Evangelio, descubrieron una alegría sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia. Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia", señaló el Santo Padre.
Recibe las principales noticias de ACI Prensa por WhatsApp y Telegram
Cada vez es más difícil ver noticias católicas en las redes sociales. Suscríbete a nuestros canales gratuitos hoy:
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Hemos escuchado algunas palabras que Jesús entregó a los suyos antes de pasar de este mundo al Padre, palabras que expresan lo que significa ser cristianos: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn 13,34). Este es el testamento que Cristo nos dejó́, el criterio fundamental para discernir si somos verdaderamente sus discípulos o no: el mandamiento del amor. Consideremos dos elementos esenciales de este mandamiento: el amor de Jesús por nosotros -así como yo los he amado- y el amor que Él nos pide que vivamos -ámense los unos a los otros-.
Ante todo, como yo los he amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús? Hasta el extremo, hasta la entrega total de sí. Impacta ver que pronuncia estas palabras en una noche sombría, mientras el clima que se respira en el cenáculo está cargado de emoción y preocupación. Emoción porque el Maestro está a punto de despedirse de sus discípulos. Preocupación porque anuncia que precisamente uno de ellos lo traicionará.
Podemos imaginar qué dolor tendría Jesús en su alma, qué oscuridad se acumulaba en el corazón de los apóstoles, y qué amargura ver a Judas que, después de haber recibido del Maestro el bocado mojado en su plato, salía de la sala para adentrarse en la noche de la traición. Y, justo en la hora de la traición, Jesús confirmó el amor por los suyos. Porque en las tinieblas y en las tempestades de la vida lo esencial es que Dios nos ama.
Hermanos, hermanas, que este anuncio sea central en la profesión y en las expresiones de nuestra fe: «no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó́ primero» (1 Jn 4,10). No lo olvidemos nunca. No son nuestros talentos y nuestros méritos los que están en el centro, sino el amor incondicional y gratuito de Dios, que no hemos merecido. En el origen de nuestro ser cristianos no están las doctrinas y las obras, sino el asombro de descubrirnos amados, antes de cualquier respuesta que nosotros podamos dar. Mientras el mundo quiere frecuentemente convencernos de que solo valemos si producimos resultados, el Evangelio nos recuerda la verdad de la vida: somos amados. Y este es nuestro valor, somos amados.
Un maestro espiritual de nuestro tiempo escribió: «Antes de que cualquier ser humano nos viera, hemos sido mirados por los amorosos ojos de Dios. Antes de que alguien nos escuchara llorar o reír, hemos sido escuchados por nuestro Dios, que es todo oídos para nosotros. Antes de que alguien en este mundo nos hablara, la voz del amor eterno ya nos hablaba» (H. Nouwen, Sentirsi amati, Brescia 1997, 50). Él nos amó primero, Él nos ha esperado, Él nos ama, Él continúa a amarnos y esta es nuestra identidad: amados por Dios. Y ésta es nuestra fuerza: amados por Dios.
Esta verdad nos pide una conversión en relación con la idea que a menudo tenemos sobre la santidad. A veces, insistiendo demasiado sobre nuestro esfuerzo por realizar obras buenas, hemos erigido un ideal de santidad basado excesivamente en nosotros mismos, en el heroísmo personal, en la capacidad de renuncia, en sacrificarse para conquistar un premio. Es una visión demasiado pelagiana de la santidad.
De ese modo, hemos hecho de la santidad una meta inalcanzable, la hemos separado de la vida de todos los días, en vez de buscarla y abrazarla en la cotidianidad, en el polvo del camino, en los afanes de la vida concreta y, como decía Santa Teresa de Ávila a las religiosas, "entre los pucheros de la cocina". Ser discípulos de Jesús es caminar por la vía de la santidad y, ante todo, dejarse transfigurar por la fuerza del amor de Dios. No olvidemos la primacía de Dios sobre el yo, la primacía de Dios sobre el yo, la primacía del Espíritu sobre la carne, la primacía de la gracia sobre las obras. En ocasiones, damos más importancia al yo, a las carnes y a las obras. No. Primacía de Dios sobre el yo, primacía del Espíritu sobre la carne, primacía de la gracia sobre las obras.
El amor que recibimos del Señor es la fuerza que transforma nuestra vida, nos ensancha el corazón y nos predispone para amar. Por eso Jesús dice -y he aquí el segundo aspecto- «así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros». Este así no es solamente una invitación a imitar el amor de Jesús, significa que solo podemos amar porque Él nos ha amado, porque da a nuestros corazones su mismo Espíritu, Espíritu de santidad, amor que nos sana y nos transforma. Es por eso que podemos tomar decisiones y realizar gestos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que encontramos. Porque somos amados tenemos la fuerza de amar, así como yo soy amado puedo amar yo. Siempre el amor que yo doy está unido al amor de Jesús por mí. Así como Él me ha amado yo puedo amar. Es así de simple la vida cristiana, es así simple, nosotros la hacemos más complicada con más cosas, pero es así de simple.
Y, en concreto, ¿qué significa vivir este amor? Antes de darnos este mandamiento, Jesús les lavó los pies a sus discípulos; y después de haberlo pronunciado, se entregó́ en el madero de la cruz. Amar significa esto: servir y dar la vida. Servir significa no anteponer los propios intereses, desintoxicarse de los venenos de la avidez y la competición, combatir el cáncer de la indiferencia y la carcoma de la autorreferencialidad, compartir los carismas y los dones que Dios nos ha dado.
Preguntémonos, concretamente, "¿qué hago por los demás?", esto es amar, y vivamos las cosas ordinarias de cada día con espíritu de servicio, con amor y silenciosamente, sin reivindicar nada.
Y, luego, dar la vida, que no es solo ofrecer algo, como por ejemplo dar algunos bienes propios a los demás, sino darse uno mismo. A mí me gusta preguntar a las personas que me piden consejo ¿tú das limosna? Sí padre, soy limosna. ¿Y cuándo tú das la limosna tocas la mano de la persona? O la arrojas y te limpias la mano. Y se sonrojan. No padre, no los toco. ¿Cuando tú das la limosna mirar los ojos de la persona que tú ayudas o miras a otra parte? Tocar y mirar la carne de Cristo que sufre en nuestros hermanos y hermanas. Es muy importante.
Y este dar la vida es esto. La santidad no está́ hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. ¿Eres consagrada o consagrado? Hay muchos aquí. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador, una mujer trabajadora? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos y luchando por la justicia de tus colegas, para que no se queden sin trabajo, para que tengan siempre un sueldo justo. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. Dime ¿Tienes autoridad? Y aquí, hay mucha gente que tiene autoridad. Y me pregunto: ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando a favor del bien común y renunciando a tus intereses personales. Este es el camino de la santidad, así de simple, siempre mirar a Jesús en los otros.
Estamos llamados también nosotros a servir al Evangelio y a los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente, sin buscar ninguna gloria mundana.
Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación -de sacerdote, de consagrada, de laico-, se desgastaron por el Evangelio, descubrieron una alegría sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia. Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia.
Intentémoslo también nosotros, no está cerrado el camino hacia la Santidad, es universal, es una llamada para todos nosotros y comienza con el Bautismo, no está cerrado, porque todos estamos llamados a la santidad, a una santidad única e irrepetible. La santidad es siempre original, como decía el Beato Carlo Acutis, no hay santidad de fotocopia, la santidad es original, es la mía, la tuya, la de cada uno de nosotros. Es única e irrepetible. Sí, el Señor tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para tu vida. Acógelo. ¿Qué quieren que les diga? Llévenlo adelante con alegría. Gracias.