El viernes 28 de abril, en el primer día de su visita apostólica a Hungría, el Papa Francisco se reunió con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y agentes pastorales en la Concatedral de San Esteban. Allí los animó a mirar el futuro, que es Cristo.
A continuación el discurso completo del Papa Francisco:
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Eminencia, queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados y seminaristas, queridos agentes pastorales, hermanos y hermanas,
Me alegra estar de nuevo aquí, después de haber compartido con ustedes el 52º Congreso Eucarístico Internacional. Fue un momento de mucha gracia, y estoy seguro de que sus frutos espirituales los siguen acompañando. Agradezco a Mons. Veres el saludo que me ha dirigido y por haber recogido el deseo de los católicos de Hungría en las siguientes palabras: "En este mundo cambiante queremos testimoniar que Cristo es nuestro futuro". Cristo. No "el futuro es Cristo", no: Cristo es nuestro futuro. No cambiemos las cosas.
Esta es una de las exigencias más importantes para nosotros: interpretar los cambios y las transformaciones de nuestro tiempo, tratando de afrontar los desafíos pastorales de la mejor manera posible. Con Cristo y en Cristo. Nada afuera del Señor, ni nada lejos del Señor.
Pero esto sólo es posible mirando a Cristo como nuestro futuro. Él es «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso» (Ap 1,8), el principio y el fin, el fundamento y la meta última de la historia de la humanidad. Contemplando en este tiempo pascual su gloria, la de Aquel que es «el Primero y el Último» (Ap 1,17), podemos mirar las tormentas que a veces azotan nuestro mundo, los cambios rápidos y continuos de la sociedad y la misma crisis de fe en Occidente con una mirada que no cede a la resignación y que no pierde de vista la centralidad de la Pascua: Cristo resucitado, centro de la historia, es el futuro.
Nuestra vida, aunque marcada por la fragilidad, está puesta firmemente en sus manos. Si olvidamos esto, también nosotros, pastores y laicos, buscaremos medios e instrumentos humanos para defendernos del mundo, encerrándonos en nuestros confortables y tranquilos oasis religiosos; o, por el contrario, nos adaptaremos a los vientos cambiantes de la mundanidad y, entonces, nuestro cristianismo perderá vigor y dejaremos de ser sal de la tierra.
Volver a Cristo, como el futuro para no caer en la mentalidad cambiante de la mundanidad, que es lo peor que le puede suceder a la Iglesia: una Iglesia mundana.
Estas son, pues, las dos interpretaciones -diría yo, las dos tentaciones- de las que siempre debemos cuidarnos como Iglesia. Primero, una lectura catastrofista de la historia presente, que se alimenta del derrotismo de quienes repiten que todo está perdido, que ya no existen los valores del pasado, que no sabemos dónde iremos a parar. Es hermoso que el Rvdo. Sándor haya expresado su gratitud a Dios, que lo ha "liberado del derrotismo".
¿Y qué hizo de su vida? ¿Una gran Catedral? No, sino una pequeña capilla de emergencia. No se dejó vencer. Gracias, hermano.
Y luego, está el otro riesgo, el de la lectura ingenua de la propia época, que en cambio se basa en la comodidad del conformismo y nos hace creer que al fin de cuentas todo está bien, que el mundo ha cambiado y debemos adaptarnos. Sin discernimiento es feo eso.
Así, contra el derrotismo catastrofista y el conformismo mundano, el Evangelio nos da ojos nuevos, nos da la gracia del discernimiento para entrar en nuestro tiempo con actitud de acogida, pero también con espíritu de profecía. Por tanto, con acogida abierta a la profecía. No me gusta usar el adjetivo profético. Se usa demasiado. Sustantivo, profecía. Estamos viviendo una crisis de sustantivos. No, profecía. Espíritu, actitud acogedora abierta con profecía en el corazón.
A este respecto, quisiera detenerme brevemente en una imagen utilizada por Jesús: la de la higuera (cf. Mc 13,28-29). Nos la ofrece en el contexto del Templo de Jerusalén. A los que se quedaban admirando sus hermosas piedras y vivían así una especie de conformismo mundano, poniendo su seguridad en el espacio sagrado y en su solemne grandeza, Jesús les dice que no hay que absolutizar nada en esta tierra, porque todo es precario y no quedará piedra sobre piedra. Estamos leyendo en estos días el Oficio Divino, el libro del Apocalipsis, donde nos hace ver que no quedará piedra sobre piedra.
Pero, al mismo tiempo, el Señor no quiere inducir al desánimo ni al miedo; y por eso añade: cuando todo pase, cuando se derrumben los templos humanos, sucedan cosas terribles y haya persecuciones violentas, entonces «se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (v. 26). Y es aquí cuando nos invita a mirar a la higuera: «Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta» (vv. 28-29).
Por consiguiente, estamos llamados a acoger como una planta fecunda el tiempo en que vivimos, con sus cambios y sus desafíos, porque a través de todo esto -dice el Evangelio- el Señor se acerca. Y mientras tanto, estamos llamados a cultivar la época que nos ha tocado, a leerla, a sembrar el Evangelio, a podar las ramas secas del mal, a dar fruto. Estamos llamados a una acogida con profecía.
La acogida con profecía supone aprender a reconocer los signos de la presencia de Dios en la realidad, incluso allí donde no aparece explícitamente marcada por el espíritu cristiano y nos sale al encuentro con ese carácter que nos provoca y nos interpela. Y, al mismo tiempo, se trata de interpretarlo todo a la luz del Evangelio, sin mundanizarse. Estén atentos, sin mundanizarse, sino como anunciadores y testigos de la profecía cristiana. Estén atentos al proceso de mundanización. Caer en la mundanización tal vez es lo peor que puede suceder a una comunidad cristiana.
Vemos que también en este país, donde la tradición de fe permanece firmemente arraigada, presenciamos la difusión del secularismo y de cuanto lo acompaña, que a menudo amenaza la integridad y la belleza de la familia, expone a los jóvenes a modelos de vida marcados por el materialismo y el hedonismo, y polariza el debate sobre las nuevas cuestiones y los nuevos desafíos.
Y entonces la tentación puede ser la de volverse rígidos, encerrarse y adoptar una actitud de "combatientes". Pero tales realidades pueden representar oportunidades para nosotros los cristianos, porque estimulan la fe y la profundización de algunos temas; nos invitan a preguntarnos cómo estos desafíos pueden entrar en diálogo con el Evangelio, a buscar nuevos caminos, instrumentos y lenguajes.
En este sentido, Benedicto XVI afirmó que las distintas épocas de secularización vienen en ayuda de la Iglesia porque «han contribuido de modo esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones [...] han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas» (Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011).
Frente a cualquier tipo de secularización hay un desafío y los invito a purificar a la Iglesia de cualquier tipo de mundanidad. Volvamos a esta palabra mundanidad, que es lo peor que nos puede suceder. Es un paganismo soft, un paganismo que no te quita la paz. ¿Por qué, porque es bueno? No, porque estás anestesiado.
El compromiso de entrar en diálogo con las situaciones de hoy exige que la Comunidad cristiana esté presente y dé testimonio, que sea capaz de escuchar las preguntas y los retos sin miedo ni rigidez. Esto no es fácil en la situación actual, porque tampoco faltan las dificultades internas. En particular, quisiera destacar la sobrecarga de trabajo de los sacerdotes. En efecto, por una parte, las exigencias de la vida parroquial y pastoral son numerosas, pero, por otra, las vocaciones disminuyen y los sacerdotes son pocos, a menudo de edad avanzada y con algunos signos de cansancio.
Se trata de una condición común a muchas realidades europeas, respecto a la cual es importante que todos -pastores y laicos- se sientan corresponsables; ante todo en la oración, porque las respuestas vienen del Señor y no del mundo; del Sagrario y no del ordenador. Y luego, en la pasión por la pastoral vocacional, buscando el modo de ofrecer con entusiasmo a los jóvenes la fascinación de seguir a Jesús también en la especial consagración.
Es hermoso lo que nos contó la hermana Krisztina. Ha sido una vocación difícil porque para convertirse en dominica fue ayudada por un sacerdote de otra orden, no recuerdo, después de un franciscano, después de los jesuitas con los ejercicios. Y al final se volvió dominica. Lindo recorrido has hecho. Es hermoso lo que nos contó acerca de su discutir con Jesús sobre el por qué precisamente la había llamado a ella. Quería que llamara a las hermanas, no a ella.
¡Se necesita quien escuche y ayude a discutir bien con el Señor! Y, más en general, es necesario comenzar una reflexión eclesial -uso la palabra sinodal, que debemos hacer todos juntos- para actualizar la vida pastoral, sin conformarse con repetir el pasado y sin tener miedo a reconfigurar la parroquia en el territorio, sino haciendo de la evangelización una prioridad e iniciando una colaboración activa entre sacerdotes, catequistas, agentes de pastoral y profesores.
Ya están en este camino; por favor no se detengan. Busquen las formas posibles para colaborar con alegría en la causa del Evangelio y lleven adelante juntos, cada uno con su propio carisma, la pastoral como anuncio kerigmático. Eso que mueve las conciencias.
En este sentido, fue bonito lo que nos dijo Dorina sobre la necesidad de llegar al prójimo a través de la narración, de la comunicación, tocando la vida cotidiana. Y aquí me detengo un poco para subrayar el trabajo bello de los catequistas, antiquum ministerium. Hay lugares en el mundo, pensemos en África por ejemplo, donde la evangelización la llevan adelante los catequistas. Pero los catequistas son columnas en la Iglesia. Gracias, gracias por lo que hacen.
Y les agradezco a los diáconos y catequistas, que desempeñan aquí un papel decisivo en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones, y a todos aquellos, profesores y formadores, que están comprometidos generosamente en el campo de la educación. ¡Gracias! ¡Muchas gracias!
Permítanme decirles entonces que una buena pastoral es posible si somos capaces de vivir el mandamiento del amor que el Señor nos ha dado y que es don de su Espíritu. Si estamos distanciados o divididos, si nos volvemos rígidos en nuestras posiciones y en los grupos, no damos fruto. Pensemos en nosotros mismos, en nuestras ideas, en nuestras teologías.
Es triste cuando nos dividimos porque, en vez de jugar en equipo, jugamos al juego del enemigo. El diablo es el que divide. Es un artista en hacer esto. Es su especialidad.
Y vemos obispos desconectados entre sí, sacerdotes en tensión con el obispo, sacerdotes mayores en conflicto con los más jóvenes, diocesanos con religiosos, presbíteros con laicos, latinos con griegos; nos polarizamos en temas que afectan a la vida de la Iglesia, pero también en aspectos políticos y sociales, atrincherándonos en posiciones ideológicas.
Pero no dejen entrar las ideologías. La vida de fe no puede reducirse a la ideología. Esto es del diablo. Por favor no lo hagan.
La primera pastoral es el testimonio de comunión, porque Dios es comunión y está presente ahí donde hay caridad fraterna. Superemos las divisiones humanas para trabajar juntos en la viña del Señor. Sumerjámonos en el espíritu del Evangelio, arraiguémonos en la oración, especialmente en la adoración y en la escucha de la Palabra de Dios, cultivemos la formación permanente, la fraternidad, la cercanía y la atención a los demás. Un gran tesoro ha sido puesto en nuestras manos, ¡no lo desperdiciemos buscando realidades secundarias respecto al Evangelio!
Y aquí me permito de decirles estén atentos al chismerío. El chismerío entre los obispos, entre los sacerdotes, entre las hermanas, entre los laicos. El chismerío destruye. Parece un caramelo de azúcar. Es lindo chismorrear de los demás, se cae a menudo en esto, pero estén atentos porque es el camino de la destrucción.
Si un consagrado, un laico que vive en serio lograse no hablar más de otro, éste es un santo, una santa. Vayan por este camino. Nada de chismerío.
"Es difícil, Padre, porque a veces uno tropieza con un comentario". Hay un lindo remedio, la oración. Hay otro lindo remedio, morderse la lengua. Te muerdes la lengua y nada de chismerío. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Nada de chismerío.
Y quisiera decirles una cosa más a los sacerdotes, para ofrecer al Pueblo santo de Dios el rostro del Padre y crear un espíritu de familia: tratemos de no ser rígidos, sino de tener miradas y enfoques misericordiosos y compasivos.
Sobre esto me gustaría subrayar una cosa. ¿Cuál es el estilo de Dios? El primer estilo de Dios es la actitud de la cercanía. Él mismo lo dijo en el Deuteronomio. La actitud de Dios es la cercanía, con compasión y ternura. Cercanía, compasión y ternura. Éste es el estilo de Dios. ¿Yo soy cercano a la gente, ayudo a la gente? ¿Soy compasivo o condeno a todos? ¿Soy tierno, suave? Nada de rigidez. Cercanía, compasión y ternura.
En este sentido, me han impresionado las palabras de don József, que ha recordado la entrega y el ministerio de su hermano, el Beato János Brenner, bárbaramente asesinado con tan sólo 26 años. ¡Cuántos testigos y confesores de la fe tuvo este pueblo durante los totalitarismos del siglo pasado! Han sufrido tanto. El Beato János experimentó en su propia piel muchos sufrimientos; habría sido fácil para él guardar rencor, encerrarse en sí mismo, volverse rígido. En cambio, fue un buen pastor.
Esto se nos pide a todos, especialmente a los sacerdotes, una mirada misericordiosa, un corazón compasivo, que perdona siempre, que perdona siempre, que perdona siempre. Que ayuda a recomenzar, que acoge y no juzga, anima y no critica, sirve y no murmura.
Esta actitud nos ejercita para una acogida que es profecía. Es decir, a transmitir el consuelo del Señor en las situaciones de dolor y pobreza del mundo, acompañando a los cristianos perseguidos, a los migrantes que buscan hospitalidad, a las personas de otras etnias, a cualquiera que lo necesite.
En este sentido, tienen grandes ejemplos de santidad, como San Martín. Su gesto de compartir la capa con el pobre es mucho más que una obra de caridad; es la imagen de la Iglesia hacia la que hay que tender, es lo que la Iglesia de Hungría puede llevar como profecía al corazón de Europa: misericordia y cercanía. Pero quisiera recordar también a San Esteban, cuya reliquia está aquí junto a mí. Él, que fue el primero en confiar la nación a la Madre de Dios, que fue un intrépido evangelizador y fundador de monasterios y abadías, sabía también escuchar y dialogar con todos y ocuparse de los pobres; por ellos bajó los impuestos e iba a dar limosna disfrazado para no ser reconocido.
Esta es la Iglesia que debemos soñar, capaz de escucha recíproca, de diálogo, de atención a los más débiles; acogedora para con todos y valiente para llevar a cada uno la profecía del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Cristo es nuestro futuro, porque es Él quien guía la historia. Él es el Señor de la historia.
De ello estaban firmemente convencidos vuestros confesores de la fe: tantos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas martirizados durante la persecución atea; ellos testimonian la fe granítica de los húngaros. Y esto no es una exageración, ustedes tienen fe granítica y agradecemos a Dios por esto.
Quisiera recordar al Cardenal Mindszenty, que creía en el poder de la oración, hasta el punto de que aún hoy, casi como un dicho popular, se repite aquí: "Si hay un millón de húngaros rezando, no temeré al futuro".
Sean acogedores, sean testigos de la profecía del Evangelio, pero sobre todo sean mujeres y hombres de oración, porque la historia y el futuro dependen de ello. Les doy las gracias por su fe y su fidelidad, por todo lo bueno que tienen y que hacen.
No puedo olvidar el testimonio valiente y paciente de las hermanas húngaras de la Sociedad de Jesús, a las que conocí en Argentina, después de que abandonaran Hungría durante la persecución religiosa. Eran mujeres de testimonio, eran buenísimas. Con el testimonio me hicieron mucho bien.
Rezo por ustedes, para que, siguiendo el ejemplo de sus grandes testigos de la fe, nunca se dejen vencer por el cansancio interior. Nunca se dejen vencer por ese cansancio interior que nos lleva a la mediocridad. No.
Sigan adelante con alegría. Y les pido que sigan rezando por mí. ¡Gracias!