Este miércoles 26 de abril, el Papa Francisco presidió la Audiencia General ante los fieles y peregrinos que estaban presentes en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Esta vez centró su catequesis en el tema: "Testigos: el monacato y el poder de la intercesión. Gregorio de Narek".
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
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Lectura: Is 53,11-12
Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes [...]. Porque [...] fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestra catequesis sobre los testigos del celo apostólico. Comenzamos con San Pablo y la vez pasada nos fijamos en los mártires, que anuncian a Jesús con su vida, hasta dar la vida por Él y por el Evangelio. Pero hay otro gran testimonio que recorre la historia de la fe: el de las monjas y monjes, hermanas y hermanos que renuncian a sí mismos y al mundo para imitar a Jesús en el camino de la pobreza, la castidad, la obediencia y para interceder en favor de todos.
Sus vidas hablan por sí solas, pero cabe preguntarse: ¿Cómo pueden las personas que viven en monasterios ayudar al anuncio del Evangelio? ¿No harían mejor en dedicar sus energías a la misión fuera del monasterio? En realidad, los monjes son el corazón palpitante del anuncio: su oración es oxígeno para todos los miembros del Cuerpo de Cristo, es la fuerza invisible que sostiene la misión.
No es casualidad que la patrona de las misiones sea una monja, Santa Teresa del Niño Jesús. Escuchemos cómo descubrió su vocación: "Comprendí que la Iglesia tiene un corazón, un corazón ardiente de amor. Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones. Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor!. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor" (Manuscrito autobiográfico B, 8/9/1896).
Los contemplativos, los monjes y las monjas, gente que reza, que trabaja, que reza en silencio por toda la Iglesia. Y esto es amor, el amor que nace de rezar por la Iglesia, de trabajar por la Iglesia en los monasterios.
Este amor por todos anima la vida de los monjes y se traduce en su oración de intercesión. Al respecto quisiera traeros como ejemplo a San Gregorio de Narek, Doctor de la Iglesia. Es un monje armenio, que vivió entorno al año 1000, que nos ha dejado un libro de oraciones, en el cual se ha derramado la fe del pueblo armenio, el primero en abrazar el cristianismo; un pueblo que, aferrado a la cruz de Cristo, ha sufrido tanto a lo largo de la historia. San Gregorio pasó en el monasterio de Narek casi toda su vida. Allí aprendió a escrutar las profundidades del alma humana y, fundiendo poesía y oración, marcó la cima tanto de la literatura como de la espiritualidad armenia. El aspecto que más conmueve en él es precisamente la solidaridad universal de la que es intérprete.
Entre monjes y monjas existe una solidaridad universal, cualquier cosa que ocurra en el mundo encuentra un lugar en sus corazones y rezan. El corazón de los monjes y monjas es un corazón que capta como una antena, capta lo que ocurre en el mundo y rezan, interceden por ello.
Y así viven en unión con el Señor y con todos. Y San Gregorio de Narek escribe: "Yo cargué voluntariamente todas las culpas, desde las del primer padre hasta las del último de sus descendientes" (Libro de las Lamentaciones, 72). Como hizo Jesús, toman sobre sí los problemas del mundo, las dificultades, las enfermedades, tantas cosas, y rezan por ellas. Y estos son los grandes evangelizadores; los monasterios. ¿Cómo es posible que ellos vivan encerrados y evangelicen? Es verdad, porque con la palabra, el ejemplo, la intercepción y el trabajo diario son un puente de intercesión para todas las personas y los pecados. También lloran con lágrimas sus pecados, pues todos somos pecadores, y también lloran los pecados del mundo y rezan e interceden con las manos y el corazón en alto.
Pensemos un poco en esta, si se me permite, "reserva" que tenemos en la Iglesia. Son la verdadera fuerza que impulsa al pueblo de Dios. Y de ahí la costumbre que tiene la gente, el pueblo de Dios, cuando se encuentra con un consagrado o una consagrada, de decir: '¡ruega por mí, ruega por mí!'. Porque saben que es una oración de intercesión.
Nos hará bien visitar algunos monasterios. Porque allí rezan y trabajan. Cada uno tiene su propia regla. Pero sus manos están siempre ocupadas allí, ocupadas con el trabajo u ocupadas con la oración. ¡Qué el Señor nos dé nuevos monasterios, nos dé monjes y monjas que lleven adelante la Iglesia con su intercesión!
¡Gracias!