Entrando en el tiempo ordinario del año litúrgico, el Papa Francisco comenzó su ciclo de catequesis sobre "la pasión por la evangelización y el celo apostólico del creyente", donde reflexionó sobre la conversión de Mateo.
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Empezamos hoy un nuevo ciclo de catequesis, dedicado a un tema urgente y decisivo para la vida cristiana: la pasión por la evangelización, es decir el celo apostólico. Se trata de una dimensión vital para la Iglesia: la comunidad de los discípulos de Jesús de hecho nace apostólica, misionera, no proselitista, algo que desde el inicio tenemos que distinguir. No tiene nada que ver una cosa con la otra.
El Espíritu Santo la plasma en salida -la Iglesia en salida, que sale-, para que no se repliegue sobre sí misma, sino que se extrovierte, testimonio contagioso de Jesús. La fe se contagia, llegando a irradiar su luz hasta los confines de la tierra. Pero puede suceder que el ardor apostólico, el deseo de alcanzar a los otros con el buen anuncio del Evangelio, disminuya. A veces parece eclipsarse. Son cristianos cerrados que no piensan en los otros.
Pero cuando la vida cristiana pierde de vista el horizonte del anuncio, se enferma: se cierra en sí misma, se vuelve autorreferencial, se atrofia. Sin celo apostólico, la fe se marchita. Sin embargo, la misión es el oxígeno de la vida cristiana: la tonifica y la purifica.
Emprendemos entonces un camino al descubrimiento de la pasión evangelizadora, empezando por las Escrituras y la enseñanza de la Iglesia, para obtener de las fuentes el celo apostólico.
Después nos asomaremos a algunas fuentes vivas, a algunos testimonios que han encendido de nuevo en la Iglesia la pasión por el Evangelio, para que nos ayuden a reavivar el fuego que el Espíritu Santo quiere hacer arder siempre en nosotros.
Quisiera empezar por un episodio evangélico de alguna manera emblemático: la llamada del apóstol Mateo, que hemos escuchado, así como él mismo lo cuenta en su Evangelio (cf. 9,9-13).
Todo empieza por Jesús, el cual "ve" –dice el texto– «un hombre». Pocos veían a Mateo tal y como era: lo conocían como aquel que estaba «sentado en el despacho de impuestos» (v. 9).
De hecho, era un recaudador de impuestos: es decir, uno que recaudaba tributos de parte del imperio romano que ocupaba Palestina. En otras palabras, era un colaboracionista, un traidor del pueblo. Podemos imaginar el desprecio que la gente sentía por él: era un "publicano". Pero, a los ojos de Jesús, Mateo es un hombre, con sus miserias y su grandeza. Estar atentos a esto, Jesús no se queda en los adjetivos, siempre busca los sustantivos, Jesús va a la persona, a la sustancia, al sustantivo, nunca al adjetivo, deja pasar los adjetivos.
Y mientras entre Mateo y su gente hay distancia, porque ellos veían el adjetivo, "publicano", Jesús se acerca a él, porque todo hombre es amado por Dios. ¿También este desgraciado? Sí, de hecho, Él ha venido por este desgraciado. Lo dice el Evangelio: "Yo he venido por los pecadores, no por los justos". Esta mirada de Jesús que es bellísima, que ve al otro, sea quien sea, como un destinatario de amor, es el inicio de la pasión evangelizadora. Todo parte de esta mirada, que aprendemos de Jesús.
Podemos preguntarnos: ¿cómo es nuestra mirada hacia los otros? ¡Cuántas veces vemos los defectos y no las necesidades; cuántas veces etiquetamos a las personas por lo que hacen o piensan! También como cristianos nos decimos: ¿es de los nuestros o no es de los nuestros? Esta no es la mirada de Jesús: Él mira siempre a cada uno con misericordia y predilección. Y los cristianos están llamados a hacer como Cristo, mirando como Él especialmente a los llamados "alejados". De hecho, el pasaje de la llamada de Mateo concluye con Jesús que dice: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (v. 13). Y si cada uno de nosotros se siente justo, Jesús está lejos. Jesús se acerca a nuestras limitaciones y a nuestras miserias, para curarnos.
Por tanto, todo empieza por la mirada de Jesús, que ve un hombre. A esto le sigue –segundo paso– un movimiento. Primero la mirada, Jesús vio, después el segundo paso, el movimiento. Mateo estaba sentado en el despacho de los impuestos; Jesús le dijo: «Sígueme». Y él «se levantó y le siguió» (v. 9). Notamos que el texto subraya que "se levantó". ¿Por qué es tan importante este detalle? Porque en esa época quien estaba sentado tenía autoridad sobre los otros, que estaban de pie delante de él para escucharlo o, como en ese caso, para pagar el tributo. Quien estaba sentado, en resumen, tenía poder.
Lo primero que hace Jesús es separar a Mateo del poder: del estar sentado recibiendo a los otros lo pone en movimiento hacia los otros. No recibe, no; va hacia los otros; le hace dejar una posición de supremacía para ponerlo a la par con los hermanos y abrirle los horizontes del servicio. Esto hace Cristo y esto es fundamental para los cristianos: nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? Es una posición que no es cristiana, decir "que vengan, yo estoy aquí". No, ve tú a buscarlo, da tú el primer paso.
Una mirada, Jesús ve, un movimiento, se levanta y, finalmente, una meta. Después de haberse levantado y haber seguido a Jesús, ¿dónde irá Mateo? Podríamos imaginar que, cambiada la vida de ese hombre, el Maestro le conduzca hacia nuevos encuentros, nuevas experiencias espirituales. No, o al menos no enseguida.
En primer lugar, Jesús va a su casa; ahí Mateo le prepara «un gran banquete», en el que «había un gran número de publicanos» (Lc 5,29), eso es, gente como él. Mateo vuelve a su ambiente, pero vuelve cambiado y con Jesús. Su celo apostólico no empieza en un lugar nuevo, puro e ideal, sino ahí donde vive, con la gente que conoce.
Este es el mensaje para nosotros: no debemos esperar ser perfectos y tener hecho un largo camino detrás de Jesús para testimoniarlo; nuestro anuncio empieza hoy, ahí donde vivimos. Y no empieza tratando de convencer a los otros, sino testimoniando cada día la belleza del Amor que nos ha mirado y nos ha levantado.
Y será esta belleza, comunicar esta belleza, lo que convencerá a la gente. No nosotros, el mismo Jesús. Nosotros somos aquellos que anuncian al Señor, no nos anunciamos a nosotros mismos ni anunciamos un partido político, una ideología, no, anunciamos a Jesús. Ponemos en contacto a Jesús con la gente. Sin convencerlos, dejemos que el Señor les convenza. Como de hecho nos enseñó el Papa Benedicto, «la Iglesia no hace proselitismo. Más bien crece por atracción». No olvidéis esto. Cuando vosotros veáis cristianos que hacen proselitismo, que os hacen una lista de la gente que vendrá... estos no son cristianos. Son paganos disfrazados de cirstianos, pero con el corazón pagano. La Iglesia crece no por proselitismo, crece por atracción.
Una vez recuerdo que en el hospital de Buenos Aires, las monjas que trabajaban ahí se fueron porque eran pocas y no podían llevar adelante el hospital. Y vino una comunidad de monjas de Corea, y llegaron un lunes, por ejemplo, ya no recuerdo el día. Se hicieron con la casa de las monjas del hospital y el martes fueron a visitar a los enfermos del hospital. No hablaban una palabra de español, solamente hablaban coreano. Los enfermos estaban felices, porque comentaban qué buenas estas monjas. "Pero, ¿qué te ha dicho la monja?", "nada, pero me ha hablado con la mirada". Han comunicado a Jesús, no a sí mismas. Con la mirada, con los gestos. Comunicar a Jesús, no a nosotros mismos. Esto es la atracción, lo contrario al proselitismo.
Este testimonio atractivo y alegre es la meta a la que nos lleva Jesús con su mirada de amor y con el movimiento de salida que su Espíritu suscita en el corazón. Nosotros podemos pensar si nuestra mirada se parece a la de Jesús, para atraer a la gente, para acercarlos a la Iglesia. Pensemos en esto. Gracias.