El Papa Francisco celebró este 6 de enero la Misa en el Vaticano por la Solemnidad de la Epifanía del Señor, conocida también como fiesta de los Reyes Magos.
"Hoy, el Señor nos invita a hacer como los Magos, postrémonos, rindámonos ante Dios en el asombro de la adoración. Adoremos a Dios y no a nuestro yo; adoremos a Dios y no a los falsos ídolos que nos seducen con la fascinación del prestigio y del poder, con la fascinación de las falsas noticias, adoremos a Dios, para no inclinarnos ante las cosas que pasan ni ante las lógicas seductoras y vacías del mal", dijo el Santo Padre.
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A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Jesús, como una estrella que se eleva (cf. Nm 24,17), viene a iluminar a todos los pueblos y a alumbrar las noches de la humanidad. Junto con los Magos, hoy también nosotros, alzando la mirada al cielo, nos preguntamos: «¿Dónde está el [...] que acaba de nacer?» (Mt 2,2). Es decir, ¿cuál es el lugar en el que podemos encontrar a nuestro Señor?
De la experiencia de los Magos, comprendemos que el primer "lugar" donde Él quiere ser buscado es en la inquietud de las preguntas. La fascinante aventura de estos sabios de Oriente nos enseña que la fe no nace de nuestros méritos o de razonamientos teóricos, sino que es don de Dios. Su gracia nos ayuda a despertarnos de la apatía y a hacer espacio a las preguntas importantes de la vida, preguntas que nos hacen salir de la presunción de estar bien y nos abren a aquello que nos supera. Lo que vemos en los Magos, al comienzo, es esto: la inquietud de quien se interroga. Llenos de una ardiente nostalgia de infinito, escrutan el cielo y se dejan asombrar por el fulgor de una estrella, representando así la tensión hacia lo trascendente, que anima el camino de la civilización y la búsqueda incesante de nuestro corazón. De hecho, aquella estrella deja en sus corazones precisamente una pregunta: ¿Dónde está el que acaba de nacer?
Hermanos y hermanas, el camino de la fe comienza cuando, con la gracia de Dios, damos espacio a la inquietud que nos mantiene despiertos; cuando nos dejamos interrogar, cuando no nos conformamos con la tranquilidad de nuestros hábitos, sino que nos la jugamos, nos arriesgamos en los desafíos de cada día; cuando dejamos de mantenernos en un espacio neutral y nos decidimos a vivir en los espacios incómodos de la vida, hechos de relaciones con los demás, de sorpresas, de imprevistos, de proyectos que sacar adelante, de sueños que realizar, de miedos que afrontar, de sufrimientos que hieren la carne. Es en estos momentos que surgen de nuestro corazón las preguntas irreprimibles, que nos abren a la búsqueda de Dios: ¿Dónde está la felicidad para mí? ¿Dónde está la vida plena a la que aspiro? ¿Dónde se encuentra ese amor que no pasa, que no tiene ocaso, que no se rompe ni siquiera ante la fragilidad, los fracasos o las traiciones? ¿Cuáles son las oportunidades escondidas dentro de mis crisis y mis sufrimientos?
El clima que respiramos cada día ofrece "tranquilizantes del alma", sustitutos para sedar, para sedar nuestra inquietud y apagar esas preguntas, desde los productos del consumismo a las seducciones del placer, desde los debates sensacionalistas hasta la idolatría del bienestar; todo parece decirnos: no pienses mucho, deja que pasen, disfruta la vida.
Frecuentemente buscamos acomodar el corazón en la caja fuerte de la comodidad, acomodar el corazón en la caja fuerte de la comodidad, pero si los Magos hubiesen hecho esto no habrían encontrado nunca al Señor. Sedar el corazón, sedar el alma, hasta que no exista más la inquietud, este es el peligro.
Dios, sin embargo, vive en nuestras preguntas inquietas; en ellas nosotros «lo buscamos como la noche busca a la aurora [...]. Él está en el silencio que nos turba ante la muerte y al final de toda grandeza humana; está en la necesidad de justicia y de amor que llevamos dentro; es el Misterio santo del Totalmente Otro, nostalgia de justicia perfecta y consumada, de reconciliación, de paz» (C.M. Martini, El jardín interior. Un camino para creyentes y no creyentes, Santander 2017, 26). Por tanto, este es el primer lugar: la inquietud de las preguntas. No tengan miedo a entrar en esta inquietud de las preguntas, son el camino que nos conducen a Jesús.
El segundo lugar donde podemos encontrar al Señor es el riesgo del camino. Los interrogantes, incluso espirituales, si no nos ponemos en camino, si no dirigimos nuestro movimiento interior hacia el rostro de Dios y la belleza de su Palabra, pueden inducirnos a la frustración y a la desolación. «Su peregrinación exterior -ha dicho Benedicto XVI- era expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones» (Homilía en la Epifanía del Señor, 6 enero 2013).
Los Magos, en realidad, no se detuvieron a mirar el cielo o a contemplar la luz de la estrella, sino que se aventuraron en un viaje arriesgado, que no preveía caminos seguros ni mapas definidos con antelación. Querían descubrir quién era el Rey de los Judíos, dónde había nacido, dónde podían encontrarlo. Por esto preguntaron a Herodes, quien a su vez convocó a los jefes del pueblo y a los escribas que examinaban las Escrituras. Los Magos estaban en camino; la mayor parte de los verbos que describen sus acciones son verbos de movimiento.
Lo mismo sucede con nuestra fe, sin un camino continuo y un diálogo constante con el Señor, sin la escucha de la Palabra, sin la perseverancia, no se puede crecer. Una mera noción de Dios y alguna oración que calma la conciencia no son suficientes; es necesario hacerse discípulos que siguen a Jesús y su Evangelio, hablarlo todo con Él en la oración, buscarlo en las situaciones cotidianas y en el rostro de los hermanos.
Desde Abrahán -que se puso en camino hacia una tierra desconocida- hasta los Magos -que siguieron una estrella-, la fe es un camino, la fe es una peregrinación, la fe es una historia en la que hay que comenzar siempre de nuevo. No lo olvidemos nunca: la fe es un camino, la fe es una peregrinación, la fe es una historia en la que hay que comenzar siempre de nuevo.
Recordemos esto: la fe, si permanece estática, no crece; no podemos reducirla a una mera devoción personal o confinarla entre los muros de los templos, sino que es necesario manifestarla, vivirla marchando de forma constante hacia Dios y hacia los hermanos. Preguntémonos hoy: ¿Estoy en camino hacia el Señor de la vida, para que sea el Señor de mi vida? ¿Jesús, quién eres para mí? ¿Dónde quieres que vaya, qué es lo que me pides? ¿Cuál elección? ¿Cuáles elecciones son las decisiones que me estás invitando a tomar en favor de los demás?
Finalmente, después de la inquietud de las preguntas y el riesgo del camino, el tercer lugar donde hallamos al Señor es el asombro de la adoración. Al final de un largo viaje y de una fatigosa búsqueda, los Magos entraron en la casa, «encontraron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11).
Este es el punto decisivo. Nuestras inquietudes, nuestras preguntas, los caminos espirituales y las prácticas de la fe deben converger en la adoración del Señor. Allí encuentran la fuente esencial de la que todo nace, porque es el Señor quien suscita en nosotros el sentir, el actuar y el obrar.
Todo nace y todo culmina allí, porque el final de cada cosa no es alcanzar una meta personal y recibir gloria para nosotros mismos, sino encontrar a Dios y dejarnos abrazar por su amor, que es lo que da fundamento a nuestra esperanza, nos libra del mal, nos abre al amor a los demás y nos hace personas capaces de construir un mundo más justo y fraterno.
De nada sirve activarnos pastoralmente si no ponemos a Jesús en el centro y lo adoramos. El asombro de la adoración: allí aprendemos a estar delante de Dios no tanto para pedir o para hacer algo, sino solo para permanecer en silencio y abandonarnos a su amor, para dejarnos aferrar y regenerar por su misericordia.
Y nosotros rezamos muchas veces, pedimos cosas, reflexionamos, pero a menudo nos falta la oración de la adoración, hemos perdido el sentido del adorar, porque hemos perdido el sentido del adorar, porque hemos perdido el entender la inquietud y hemos perdido la valentía para ir hacia adelante con los riesgos del camino.
Hoy, el Señor nos invita a hacer como los Magos, postrémonos, rindámonos ante Dios en el asombro de la adoración. Adoremos a Dios y no a nuestro yo; adoremos a Dios y no a los falsos ídolos que nos seducen con la fascinación del prestigio y del poder, con la fascinación de las falsas noticias, adoremos a Dios, para no inclinarnos ante las cosas que pasan ni ante las lógicas seductoras y vacías del mal.
Hermanos, hermanas, abramos el corazón a la inquietud, pidamos la valentía para recorrer el camino y terminemos en la adoración. No tengamos miedo, es el camino de los Magos, es el camino de todos los santos de la historia: recibir la inquietud, colocarse en el camino y adorar.
Hermanos y hermanas, no dejemos que se apague en nosotros la inquietud de las preguntas, no detengamos nuestro caminar cediendo a la apatía o a la comodidad; y rindámonos, encontrándonos con el Señor, al asombro de la adoración. Entonces descubriremos que una luz ilumina también las noches más oscuras, es Jesús, la estrella radiante de la mañana, el sol de justicia, el fulgor misericordioso de Dios, que ama a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra.