Este domingo 5 de junio se celebra la Solemnidad de Pentecostés, día en el que se conmemora la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María.
A continuación, la homilía del Papa Francisco en la Misa celebrada esta mañana en la Basílica de San Pedro.
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En la frase final del Evangelio que hemos escuchado, Jesús hace una afirmación que nos da esperanza y al mismo tiempo nos hace reflexionar. Dice a los discípulos: "El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho" (Jn 14,26).
Nos llama la atención este "todo", y este "todas las cosas"; y nos preguntamos: ¿en qué sentido da el Espíritu a los que lo reciben esta nueva y plena comprensión? No se trata de una cuestión cuantitativa o académica: Dios no quiere hacer de nosotros enciclopedias, ni eruditos. No. Es una cuestión de calidad, de perspectiva, de estilo.
El Espíritu nos hace ver todo de una manera nueva, según la mirada de Jesús. Yo lo expresaría así: en el gran viaje de la vida, Él nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar. Es el Espíritu quien nos dice de dónde partir, qué camino tomar y cómo caminar.
En primer lugar: por dónde empezar. El Espíritu, en efecto, nos muestra el punto de partida de la vida espiritual. ¿Qué es? Jesús habla de ello en el primer versículo de hoy, donde dice: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (v. 15). Si me amas, guardarás: esa es la lógica del Espíritu.
A menudo pensamos lo contrario: si observamos, amamos. Estamos acostumbrados a pensar que el amor deriva esencialmente de nuestra observancia, de nuestra bondad, de nuestra religiosidad.
En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en la base, todo lo demás es vano. Y que este amor no proviene tanto de nuestras capacidades, este amor es Su regalo.
Él nos enseña a amar, y debemos pedir este don. Es el Espíritu de amor el que pone el amor en nosotros, es Él quien nos hace sentir amados y nos enseña a amar. Es Él quien es el "motor" -por así decirlo- de nuestra vida espiritual.
Es Él quien mueve todo dentro de nosotros. Pero si no empezamos desde el Espíritu o con el Espíritu o a través del Espíritu, no se puede hacer el camino.
Él mismo nos lo recuerda, porque es la memoria de Dios es quien nos recuerda todas las palabras de Jesús (cf. v. 26). Y el Espíritu Santo es una memoria activa, que enciende y reenciende el afecto de Dios en el corazón. Hemos experimentado su presencia en el perdón de los pecados, cuando nos hemos llenado de su paz, de su libertad, de su consuelo.
Es esencial alimentar esta memoria espiritual. Siempre recordamos las cosas que van mal: a menudo resuena en nosotros esa voz que nos recuerda los fracasos y las insuficiencias, que nos dice: "Mira, otra caída, otra decepción, nunca lo conseguirás, no eres capaz". Este es un estribillo feo y desagradable.
El Espíritu Santo, en cambio, nos recuerda algo muy distinto: "Habéis caído... Pero, tú eres hijo. ¿Está usted caído o se ha caído?
Eres hijo de Dios, eres una criatura única, elegida, preciosa; has caído o te has caído, pero siempre eres amado y querido: aunque hayas perdido la confianza, ¡Dios confía en ti!" Esta es la memoria del Espíritu, lo que el Espíritu nos recuerda constantemente: Dios se acuerda de ti. Tú perderás la memoria de Dios, pero Dios no la pierde de ti: se acuerda continuamente de ti.
Pero podrías objetar: ¡bonitas palabras, pero tengo tantos problemas, heridas y preocupaciones que no se pueden resolver con consuelos fáciles! Pues bien, es precisamente ahí donde el Espíritu pide entrar. Porque Él, el Consolador, es el Espíritu de curación, es el Espíritu de resurrección y puede transformar esas heridas que arden dentro de ti.
Nos enseña a no recortar los recuerdos de las personas y situaciones que nos han hecho daño, sino a dejar que habiten en su presencia. Esto es lo que hizo con los Apóstoles y sus fracasos. Habían abandonado a Jesús antes de la Pasión, Pedro lo había negado,
Pablo había perseguido a los cristianos: ¡cuántos errores, cuánta culpa! Y nosotros, pensemos en nuestros propios fracasos: ¡cuántos errores, cuánta culpa! Solo no había salida. Solo no; con el Consolador sí.
Porque el Espíritu cura los recuerdos: sana los recuerdos. ¿Cómo? Volviendo a poner en primer lugar lo que cuenta: el recuerdo del amor de Dios, su mirada sobre nosotros.
Así que pone la vida en orden: nos enseña a aceptarnos a nosotros mismos, nos enseña a perdonar, a perdonarnos. No es fácil perdonarnos a nosotros mismos: el Espíritu nos enseña este camino, nos enseña a reconciliarnos con el pasado. Para empezar de nuevo.
Además de recordarnos el punto de partida, el Espíritu nos enseña qué caminos debemos tomar. Nos recuerda el punto de partida, pero ahora nos enseña qué camino tomar.
Lo aprendemos de la segunda lectura, donde San Pablo explica que los que "son guiados por el Espíritu de Dios" (Rom 8,14) "no caminan según la carne, sino según el Espíritu" (v. 4). El Espíritu, en otras palabras, cuando se enfrenta a la encrucijada de la existencia, nos sugiere el mejor camino a seguir.
Por eso es importante saber discernir su voz de la del espíritu del mal. Ambos nos hablan: aprender a discernir para entender dónde está la voz del Espíritu, para reconocerla y seguir el camino, para seguir las cosas que Él nos dice.
Pongamos algunos ejemplos: el Espíritu Santo nunca te dirá que todo va bien en tu camino. Nunca te dirá eso, porque no es cierto. No, te corrige, incluso te hace llorar por tus pecados; te insta a cambiar, a luchar con tus falsedades y duplicidades, aunque eso requiera esfuerzo, lucha interior y sacrificio.
El espíritu maligno, en cambio, te impulsa a hacer siempre lo que te gusta y te place; te hace creer que tienes derecho a usar tu libertad como quieras. Pero luego, cuando te quedas con el vacío por dentro, es fea esta experiencia de sentir el vacío por dentro: ¡tantos lo hemos sentido! - y tú, cuando permaneces con el vacío en tu interior, el espíritu maligno te acusa, se convierte en el acusador, y te derriba, te destruye.
El Espíritu Santo, que te corrige en el camino, nunca te abandona, nunca, sino que te lleva de la mano, te consuela y te anima siempre.
De nuevo, cuando veas que la amargura, el pesimismo y los pensamientos tristes se agitan dentro de ti -¡cuántas veces hemos caído en esto! - cuando estas cosas suceden, es bueno saber que nunca viene del Espíritu Santo. Nunca: la amargura, el pesimismo, los pensamientos tristes no provienen del Espíritu Santo.
Vienen del mal, que se encuentra a gusto en la negatividad y a menudo utiliza esta estrategia: alimenta la impaciencia, el victimismo, nos hace sentir la necesidad de compadecernos de nosotros mismos -es feo esto de compadecernos, pero qué a menudo...-, y con la necesidad de compadecernos la necesidad de reaccionar ante los problemas criticando, echando toda la culpa a los demás. Nos pone nerviosos, desconfiados y nos quejamos.
Quejarse, eso es sólo el lenguaje del mal espíritu: te lleva a quejarte, que siempre es estar triste, con espíritu fúnebre. Quejarse ... El Espíritu Santo, por el contrario, invita para no perder nunca la fe y volver a empezar siempre: ¡levántate!, ¡levántate! Siempre te da coraje: ¡levántate!
Y te toma de la mano: ¡levántate! ¿Cómo? Poniéndonos a nosotros mismos en primer lugar, sin esperar a que otro empiece. Y luego llevando a todos los que encontramos esperanza y alegría, no quejas; no envidiar nunca a los demás, ¡nunca!
La envidia es la puerta por la que entra el espíritu maligno, lo dice la Biblia: por la envidia del diablo ha entrado el mal en el mundo. ¡Nunca envidiar, nunca! El Espíritu Santo te trae el bien, pero te lleva a alegrarte de los éxitos de los demás: "¡Qué maravilla! Pero, qué maravilla que esto haya salido bien...".
Además, el Espíritu Santo es concreto, no es idealista: quiere que nos centremos en el aquí y el ahora, porque el lugar donde estamos y el tiempo que vivimos son los lugares de la gracia. El lugar de la gracia es el lugar concreto de hoy: aquí, ahora.
¿Cómo? No son fantasías lo que podemos pensar, y el Espíritu Santo te lleva a lo concreto, siempre. El espíritu del mal, en cambio, quiere distraernos del aquí y del ahora, llevarnos a otra parte: a menudo se aferra al pasado: a los remordimientos, a la nostalgia, a lo que la vida no nos ha dado. O nos proyecta hacia el futuro, alimentando miedos, ilusiones, falsas esperanzas.
El Espíritu Santo no lo hace, nos lleva a amar aquí y ahora, concretamente: no un mundo ideal, una Iglesia ideal, no una congregación religiosa ideal, sino lo que está ahí, a la luz del día, en la transparencia, en la sencillez. ¡Qué diferencia con el malvado, que fomenta las cosas que se dicen a las espaldas, los chismes, las habladurías! Los chismes son un hábito feo, que destruye la identidad de las personas.
El Espíritu nos quiere juntos, nos establece como Iglesia y hoy -tercer y último aspecto- enseña a la Iglesia a caminar. Los discípulos estaban encerrados en el cenáculo, entonces el Espíritu desciende y los saca. Sin el Espíritu estaban entre ellos, con el Espíritu se abren a todos.
En cada época, el Espíritu trastoca nuestros esquemas y nos abre a su novedad. Siempre está la novedad de Dios, que es la novedad del Espíritu Santo; siempre enseña a la Iglesia la necesidad vital de salir, la necesidad fisiológica de anunciar, de no permanecer encerrada en sí misma: no ser un rebaño que refuerza el encierro, sino un pasto abierto para que todos puedan alimentarse de la belleza de Dios; nos enseña a ser un hogar acogedor sin muros divisorios.
El espíritu mundano, en cambio, nos presiona para que nos centremos únicamente en nuestros propios problemas e intereses, en la necesidad de parecer relevantes, en la defensa denodada de nuestras afiliaciones nacionales y de grupo.
El Espíritu Santo no lo hace: nos invita a olvidarnos de nosotros mismos, y a estar abiertos a todos. Y así rejuvenece la Iglesia. Tengamos cuidado: Él la rejuvenece, no nosotros. Intentamos maquillarla un poco: esto no es necesario. La rejuvenece. Porque la Iglesia no se programa y los proyectos de modernización no son suficientes.
El Espíritu nos libera de la obsesión de las urgencias y nos invita a recorrer caminos antiguos y siempre nuevos, los caminos del testimonio, los caminos de la pobreza, los caminos de la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo.
Y al final -lo que es curioso- el Espíritu Santo es el autor de la división, incluso de la confusión. Piensa en la mañana de Pentecostés: el autor crea división de lenguas, de actitudes... ¡eso fue una conmoción!
Pero del mismo modo, es el autor de la armonía. Divide con la variedad de carismas, pero una división fingida, porque la división real encaja en la armonía. Él hace la división con los carismas y hace la armonía con toda esta división, y esta es la riqueza de la Iglesia.
Hermanos y hermanas, pongámonos en la escuela del Espíritu Santo, para que nos enseñe todas las cosas. Invoquémosle cada día, para que nos recuerde que debemos partir siempre de la mirada de Dios sobre nosotros, para movernos en nuestras opciones escuchando su voz, para caminar juntos, como Iglesia, dóciles a Él y abiertos al mundo. Que así sea.