Este 15 de abril, Viernes Santo, el Papa Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro en el Vaticano.
En la celebración participaron alrededor de 3.500 personas entre fieles, cardenales, obispos, sacerdotes, todos debidamente distanciados y con mascarilla, las medidas de bioseguridad para evitar la propagación del coronavirus.
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En la Basílica desprovista de ornamentos e iluminada tenuemente, en consonancia con la sobriedad de la ceremonia en la que no se celebró la Eucaristía, el Santo Padre rezó brevemente en silencio y de pie.
Lo hizo con la habitual vestimenta de púrpura de Viernes Santo, en recuerdo de la sangre de Cristo derramada en la Cruz.
El Pontífice se dirigió luego hasta su sede para proseguir con la liturgia de la Palabra, en la que se leyó un pasaje del libro de Isaías (52,13 - 53,12), se recitó el salmo 21, y se leyó en inglés la Carta a los hebreos 4:14-16, y 5: 7-9.
El Evangelio de San Juan que relata la Pasión de Cristo fue salmodiado, en latín y de manera solemne, por tres diáconos y el coro de la Basílica.
En el momento en que se relata la muerte del Señor, todo quedó en completo silencio y todos en la Basílica de San Pedro se pusieron de rodillas.
En la oración universal de los fieles en la que este Viernes Santo se reza por la Iglesia, el Papa, los obispos, sacerdotes, los catecúmenos, la unidad de los cristianos, los judíos, los que no creen en Dios y los gobernantes, el Papa Francisco también elevó una especial petición por los pueblos que sufren las "atrocidades de la guerra".
"Oremos por los pueblos destrozados por las atrocidades de la guerra. Sus lágrimas y la sangre de las víctimas no se derraman en vano sino que anuncian una era de paz que surge de las llagas glorias de Cristo Jesús".
Después se realizó la adoración de la cruz, aclamada tres veces en latín con las palabras "Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!".
Luego de rezar en silencio ante la Cruz y darle un beso, el Santo Padre presentó la Cruz ante los fieles presentes.
Al igual que otros años, el predicador de la Casa Pontificia, Cardenal Raniero Cantalamessa, pronunció la homilía. Esta vez su prédica llevó por título "Pilato dijo ¿Qué es la verdad?".
A continuación el texto completo de su reflexión:
En el relato de la Pasión, el evangelista Juan da especial importancia al diálogo de Jesús con Pilato y sobre él queremos reflexionar algún minuto, antes de continuar con nuestra liturgia.
Todo comienza con la pregunta de Pilato: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Jesús quiere que Pilato entienda que la pregunta es más seria de lo que cree, pero que tiene un significado solo si no repite simplemente una acusación de otros. Por eso, pregunta a su vez: «¿Dices esto por ti mismo, o te han dicho otros de mí?».
Trata de llevar a Pilato a una visión más elevada. Le habla de su reino, un reino que «no es de este mundo». El procurador solo entiende una cosa: que no se trata de un reino político. Si se quiere hablar de religión, él no quiere entrar en este tipo de asuntos. Por eso, pregunta con un toque de ironía: «Entonces, ¿tú eres Rey?» «Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy rey» (Jn 18,37).
Al declarar que es rey, Jesús se expone a la muerte; pero en lugar de disculparse negándolo, lo afirma fuertemente. Revela su origen superior: «Vine al mundo...»: por lo tanto, misteriosamente existía antes de la vida terrenal, viene de otro mundo. Vino a la tierra ser testigo de la verdad. Trata a Pilato como un alma que necesita luz y verdad y no como a un juez. Se interesa en el destino del hombre Pilato, más que en el suyo personal. Con su llamada a recibir la verdad, quiere inducirle a entrar en sí mismo, a mirar las cosas con un ojo diferente, a colocarse por encima de la contienda momentánea con judíos.
El procurador romano capta la invitación que Jesús le dirige, pero sobre este tipo de especulaciones es escéptico e indiferente. El misterio que barrunta en las palabras de Jesús le da miedo y prefiere terminar la conversación. Murmura dentro de sí, encogiéndose de hombros: «¿Qué es la verdad?» y sale del pretorio.
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¡Qué actual es esta página del Evangelio! Incluso hoy, como en el pasado, el hombre se pregunta: «¿Qué es la verdad?». Pero, como Pilato, da la espalda distraídamente al que dijo: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad» y «¡Yo soy la Verdad!» (Jn 14,6).
A través de Internet he seguido innumerables debates sobre religión y ciencia, sobre fe y ateísmo. Una cosa me ha llamado la atención: horas y horas de diálogo, sin mencionar nunca el nombre de Jesús. Y si la parte creyente a veces se atrevía a nombrarlo y aducir el hecho de su resurrección de entre los muertos, inmediatamente se trataba de cerrar el discurso no pertinente al tema. Todo sucede «etsi Christus non daretur»: como si nunca hubiera existido en el mundo un hombre llamado Jesucristo.
¿Cuál es el resultado de todo esto? La palabra «Dios» se convierte en un recipiente vacío que cada uno puede llenar a su antojo. Pero precisamente por esta razón Dios se preocupó por dar contenido a su nombre mismo. «El Verbo se hizo carne». ¡La Verdad se hizo carne! De ahí el arduo esfuerzo por dejar a Jesús fuera del discurso sobre Dios: ¡Él quita al orgullo humano cualquier pretexto para decidir, él, lo que Dios es!
«¡Ah, ciertamente: Jesús de Nazaret!», se objeta. «¡Pero si alguno duda si ha existido!» Un conocido escritor inglés del siglo pasado -conocido por el gran público por ser el autor del ciclo de novelas y películas «El Señor de los Anillos», John Ronald Tolkien- en una carta, dio esta respuesta a su hijo que le presentaba la misma objeción:
Se necesita una sorprendente voluntad de no creer para suponer que Jesús nunca existió o que no dijo las palabras que se le atribuyen, pues son imposibles de inventar por cualquier otro ser en el mundo: «Antes de que Abraham existiera, yo soy» (Jn 8,58); y «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9)7.
La única alternativa a la verdad de Cristo, agregaba el escritor, es que se trata de «un caso de megalomanía demente y fraude gigantesco». ¿Podría tal caso, sin embargo, resistir veinte siglos de feroz crítica histórica y filosófica, y producir los frutos que ha producido?
Hoy se va más allá del escepticismo de Pilato. Hay quien piensa que ni siquiera se debe uno plantear la pregunta «¿Qué es la verdad?», ¡porque la verdad, simplemente, no existe! «¡Todo es relativo, nada es cierto! ¡Pensar lo contrario es una presunción intolerable!» Ya no hay espacio para «las grandes narraciones sobre el mundo y la realidad», incluidos aquellos sobre Dios y sobre Cristo.
Hermanos y hermanas ateos, agnósticos o todavía en búsqueda (si hay alguien escuchando): no es un pobre predicador como yo quien ha pronunciado las palabras que estoy a punto de pronunciar; él es uno de vosotros, uno a quien muchos de vosotros admiráis, de quien escribís y de quien, tal vez, también os consideráis, de alguna manera, discípulos y continuadores: ¡Søeren Kierkegaard, el iniciador de la corriente filosófica del Existencialismo!
Se habla mucho -dice él-. de miserias humanas; se habla mucho de vidas desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de ese hombre que nunca se dio cuenta, porque nunca tuvo, en el sentido más profundo, la impresión de que hay un Dios y que él -precisamente él, su yo-, está ante este Dios8. Se dice: ¡hay demasiada injusticia, demasiado sufrimiento en el mundo como para creer en Dios! Es cierto, pero pensemos en cuánto más absurdo y desesperanzador se vuelve el mal que nos rodea, sin fe en un triunfo final del bien. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la promesa y la garantía cierta de que este triunfo tendrá lugar, porque ya ha comenzado con Él.
Si tuviera el coraje de san Pablo, también yo debería gritar: «¡Os lo ruego: Dejaos reconciliar con Dios!» (2 Cor 5,20). ¡No desperdicies tampoco vuestra vida! No abandonéis este mundo como Pilato salió del Pretorio, con esa pregunta en suspenso: «¿Qué es la verdad?» Es demasiado importante. Set rata de saber si hemos vivido para algo, o en vano.