La Basílica de San Pablo Extramuros, en Roma, acogió la celebración de las Segundas Vísperas de la Solemnidad de la conversión de San Pablo Apóstol. Debido a los dolores ocasionados por la ciática, el Papa Francisco no pudo presidir la ceremonia, pero, en su lugar, el Cardenal Kurt Koch, Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, leyó la homilía preparada por el Pontífice.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco:
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«Permanezcan en mi amor» (Jn 15,9). Jesús relaciona esta petición con la imagen de la vid y los sarmientos, la última que nos ofrece en los Evangelios. El Señor mismo es la vid, la vid «verdadera» (v. 1), que no traiciona las expectativas, sino que permanece fiel en el amor y nunca falla, a pesar de nuestros pecados y nuestras divisiones.
En esta vid que es Él, todos los bautizados estamos injertados como sarmientos: lo que significa que sólo podemos crecer y dar fruto cuando estamos unidos a Jesús. Esta tarde nos fijamos en esta unidad indispensable, que tiene múltiples niveles. Pensando en el árbol de la vid, podríamos imaginar la unidad formada por tres círculos concéntricos, como los de un tronco.
El primer círculo, el más interno, es permanecer en Jesús. Aquí es donde comienza el camino de cada persona hacia la unidad. En la acelerada y compleja realidad actual, es fácil perder el hilo, atraídos por mil cosas.
Muchos se sienten fragmentados por dentro, incapaces de encontrar un punto fijo, un orden estable en las circunstancias variables de la vida. Jesús nos muestra el secreto de la estabilidad al permanecer en Él.
En el texto que hemos escuchado repite este concepto siete veces (cf. vv. 4-7.9-10). Porque sabe que "sin Él no podemos hacer nada" (cf. v. 5). También nos mostró cómo hacerlo, dándonos un ejemplo: cada día se retiraba a lugares desiertos para rezar.
Necesitamos la oración como el agua para vivir. La oración personal, estar con Jesús, la adoración, es lo esencial para permanecer en Él. Es el modo de poner en el corazón del Señor todo lo que habita en nuestro corazón, esperanzas y temores, alegrías y penas. Pero, sobre todo, centrados en Jesús en la oración, experimentamos su amor.
Y de este modo nuestra existencia toma vida, como el sarmiento toma savia del tronco. Esta es la primera unidad, nuestra integridad personal, obra de la gracia que recibimos al permanecer en Jesús.
El segundo círculo es el de la unidad con los cristianos. Somos sarmientos de la misma vid, somos vasos comunicantes: el bien y el mal que cada uno hace se derrama sobre los demás.
En la vida espiritual existe una especie de "ley de la dinámica": en la medida en que permanecemos en Dios nos acercamos a los demás, y en la medida en que nos acercamos a los demás permanecemos en Dios.
Significa que si oramos a Dios en espíritu y en verdad surge la necesidad de amar a los demás y, por otra parte, que «si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros» (1 Jn 4,12).
La oración sólo puede conducir al amor, de lo contrario es un ritualismo fatuo. De hecho, no es posible encontrarse con Jesús sin su Cuerpo, formado por muchos miembros, tantos como son los bautizados.
Si nuestra adoración es auténtica, creceremos en el amor por todos los que siguen a Jesús, independientemente de la comunión cristiana a la que pertenezcan, porque, aunque no sean "de los nuestros", son suyos.
Sin embargo, constatamos que amar a nuestros hermanos no es fácil, porque enseguida aparecen sus defectos y faltas, y nos vienen a la mente las heridas del pasado.
Aquí nos ayuda la acción del Padre que, como un agricultor experto (cf. Jn 15,1), sabe bien lo que tiene que hacer: «Todo sarmiento que no da fruto lo corta, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto aún» (Jn 15,2).
El Padre corta y poda. ¿Por qué? Porque para amar hay que despojarse de todo lo que nos desvía del camino y nos encorva sobre nosotros mismos, impidiéndonos dar fruto. Pidamos, pues, al Padre que nos quite los prejuicios sobre los demás y los apegos mundanos que dificultan la plena unidad con todos sus hijos.
Así, purificados en el amor, sabremos poner en segundo lugar las trabas terrenales y los obstáculos del pasado que hoy nos distraen del Evangelio.
El tercer círculo de la unidad, el más amplio, es toda la humanidad. Aquí podemos reflexionar sobre la acción del Espíritu Santo. En la vid que es Cristo, Él es la savia que llega a todas partes. Pero el Espíritu sopla donde quiere y por todos los lugares que quiere para conducirnos de nuevo a la unidad.
Nos lleva a amar no sólo a los que nos quieren y piensan como nosotros, sino a todos, como Jesús nos enseñó. Nos hace capaces de perdonar a nuestros enemigos y los males que nos han hecho. Nos insta a ser activos y creativos en el amor.
Nos recuerda que nuestro prójimo no es sólo el que comparte nuestros valores e ideas, sino que estamos llamados a ser prójimos de todos, buenos samaritanos de la humanidad vulnerable, pobre y sufriente -tan sufriente hoy en día- que yace en las calles del mundo y que Dios quiere levantar con compasión.
Que el Espíritu Santo, autor de la gracia, nos ayude a vivir en la gratuidad, a amar incluso a los que no nos corresponden, porque es en el amor puro y desinteresado donde el Evangelio da sus frutos. Por los frutos reconocemos el árbol: por el amor gratuito reconocemos si pertenecemos a la vid de Jesús.
El Espíritu Santo nos enseña así la concreción del amor hacia todos los hermanos y las hermanas con los que compartimos la misma humanidad, esa humanidad que Cristo unió a sí de manera inseparable, diciéndonos que lo encontraremos siempre en los más pobres y necesitados (cf. Mt 25,31-45).
Al servirles juntos, nos redescubriremos como hermanos y creceremos en la unidad. El Espíritu, que renueva la faz de la tierra, también nos exhorta a cuidar la casa común, a tomar decisiones audaces sobre la forma de vivir y consumir, porque lo contrario de dar fruto es la explotación y es indigno desperdiciar los preciosos recursos de los que tantos carecen.
El mismo Espíritu, autor del camino ecuménico, nos ha llevado esta tarde a rezar juntos. Y mientras experimentamos la unidad que proviene de dirigirse a Dios con una sola voz, deseo agradecer a todos los que durante esta Semana han rezado y seguirán rezando por la unidad de los cristianos.
Saludo fraternalmente a los representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales aquí reunidas: a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian en Roma con la ayuda del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos; a los profesores y a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, que deberían haber venido a Roma, como en años anteriores, pero que no han podido a causa de la pandemia y nos siguen a través de los medios de comunicación.
Queridos hermanos y hermanas: Permanezcamos unidos en Cristo. Que el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, nos haga sentir hijos del Padre, hermanos y hermanas entre nosotros, hermanos y hermanas en la única familia humana. Que la Santísima Trinidad, comunión de amor, nos haga crecer en la unidad.