En el séptimo aniversario de su viaje a Lampedusa, el Papa Francisco celebró este 8 de julio una Misa privada en la capilla de la Casa Santa Marta a las 11:00 a.m. (hora local) a la que asistieron el personal de la sección Migrantes y refugiados del Vaticano.
En su homilía, el Santo Padre comentó las lecturas de la liturgia del día y destacó que el encuentro con Jesús no va separado de la misión, del anuncio de proclamar la buena noticia
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"La búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro personal con el Señor, un encuentro personal, un encuentro con su inmenso amor, con su poder que salva. Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy, tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno, hemos escuchado, mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, tiempo de gracia y de salvación, lleva a la misión. Caminando, Jesús les exhortó: 'Vayan y proclamen que ha llegado el reino de los cielos'. Encuentro y misión, no van separados", advirtió el Papa.
A continuación, la homilía del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas:
El salmo responsorial de hoy nos invita a una búsqueda constante del rostro del Señor: 'Busquen continuamente el rostro del Señor. Recurran al Señor y a su poder, busquen continuamente su rostro' (Sal 104). Esta búsqueda constituye una actitud fundamental en la vida del creyente, que ha entendido que el objetivo final de la existencia es el encuentro con Dios.
La búsqueda del rostro de Dios es una garantía del éxito de nuestro viaje en este mundo, que es un éxodo hacia la verdadera Tierra prometida, la Patria celestial. El rostro de Dios es nuestra meta y también es nuestra estrella polar, que nos permite no perder el camino.
El pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera lectura (cf. 10,1-3.7-8.12), en ese momento era un pueblo extraviado, que había perdido de vista la Tierra prometida y deambulaba por el desierto de la iniquidad. La prosperidad y la riqueza abundante habían alejado del Señor el corazón de los israelitas y lo habían llenado de falsedad e injusticia. Se trata de un pecado del cual nosotros, cristianos de hoy, tampoco estamos exentos.
'La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia' (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
La exhortación de Oseas nos llega hoy como una invitación renovada a la conversión, a volver nuestros ojos al Señor para ver su rostro. El profeta dice: 'Siembren con justicia, recojan con amor. Pongan al trabajo un terreno virgen. Es tiempo de buscar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre ustedes la justicia' (10,12).
La búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro personal con el Señor, un encuentro personal, un encuentro con su inmenso amor, con su poder que salva. Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy (cf. Mt 10,1-7), tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno, hemos escuchado, mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, tiempo de gracia y de salvación, lleva a la misión. Caminando, Jesús les exhortó: 'Vayan y proclamen que ha llegado el reino de los cielos' (v. 7). Encuentro y misión, no van separados.
Este encuentro personal con Jesucristo también es posible para nosotros, somos los discípulos del tercer milenio, buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en el rostro de los pobres, de los enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y este encuentro también se convierte para nosotros en un tiempo de gracia y salvación, confiriéndonos la misma misión encomendada a los apóstoles.
Hoy se cumple el séptimo año, el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la Palabra de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el encuentro 'Libres del miedo', en febrero del año pasado: 'El encuentro con el otro es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos. Pidiendo poder desembarcar. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: 'En verdad, en verdad les digo, que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt 25,40)'.
'Todo lo que hicieron...', para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de gran actualidad. Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental de nuestro examen de conciencia. El que hacemos cada día. Pienso en Libia, en los campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren los migrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos. 'Todo lo que hicieron..., lo hicieron conmigo'.
Yo recuerdo el día, hace siete años, en el sur de Europa, en esa isla, en donde algunos me contaban sus historias personales, cuánto habían sufrido para llegar allí. Había intérpretes, y uno contaba cosas terribles en su propio idioma y el intérprete parecía que traducía bien, pero el primero hablaba largo tiempo y la traducción era breve, se ve que este idioma para expresar tiene frases más largas. Cuando regresé a casa por la tarde en la recepción había una señora, paz a su alma que se ha ido, que era hija de etíopes y entendía el idioma y había mirado el encuentro y me ha dicho esto: escuche, lo que el traductor etíope le ha dicho no es ni la cuarta parte de las torturas, de los sufrimientos que ellos han vivido. Me dieron la versión 'destilada'. Esto sucede hoy con Libia, nos dan una versión 'destilada'. Guerra sí, es fea lo sabemos, pero ustedes no imaginan el infierno que se vive allí, en aquellos 'lagueres' de detención y esta gente, solamente, venía con una esperanza, atravesar el mar.
Que la Virgen María, Solacium migrantium (Ayuda de los migrantes), nos haga descubrir el rostro de su Hijo en todos los hermanos y las hermanas obligados a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen a nuestro mundo.