El Papa Francisco rezó a la Virgen, como cada 8 de diciembre, en la popular Plaza España de Roma, donde se encuentra el monumento a la Inmaculada Concepción, cuya Solemnidad se celebra hoy.

El Santo Padre llegó a la Plaza a las 3.50 p.m. (hora de Roma) después de haber ido a la Basílica de Santa María la Mayor, donde rezó brevemente ante el ícono de la Salus Populi Romani, patrona y protectora del pueblo romano.

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A su llegada, el Pontífice bendijo a los fieles congregados en la Plaza y después se cantaron las letanías a la Virgen.

Luego, el Papa Francisco se situó bajo la gran columna sobre la que se alza la estatua de la Inmaculada y pronunció con profunda devoción esta oración:

Oh María Inmaculada
nos reunimos una vez más a tu alrededor.
Cuanto más avanzamos en la vida,
más aumenta nuestra gratitud a Dios
por darnos como madre, a nosotros pecadores,
a Ti, que eres la Inmaculada.

Entre todos los seres humanos, eres la única
preservada del pecado, por ser la madre de Jesús,
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Pero este privilegio único
te fue dado por el bien de todos nosotros, tus hijos.
De hecho, mirándote, vemos la victoria de Cristo,
la victoria del amor de Dios sobre el mal:
donde abundaba el pecado, es decir, en el corazón humano,
sobreabundó la gracia,
por la mansa potencia de la Sangre de Jesús.

Tú, Madre, nos recuerdas que, sí, somos pecadores,
¡pero que ya no somos esclavos del pecado!
Tu hijo, con su Sacrificio,
rompió el dominio del mal, venció al mundo.
Esto narra tu corazón a todas las generaciones,
claro como el cielo donde el viento ha disipado toda nube.

Y así nos recuerdas que no es lo mismo
ser pecadores que ser corruptos: es muy diferente.
Una cosa es caer, y luego arrepentirse, confesarlo
y levantarse de nuevo con la ayuda de la misericordia de Dios.
Otra cosa es la connivencia hipócrita con el mal,
la corrupción del corazón, que se muestra impecable por fuera,
pero por dentro está lleno de malas intenciones y mezquino egoísmo.
Tu pureza clara nos llama a la sinceridad,
a la transparencia, a la simplicidad.
¡Cuánto necesitamos ser liberados
de la corrupción del corazón, que es el peligro más grave!

Esto nos parece imposible, de tan acostumbrados que estamos,
y en cambio está a la mano. ¡Basta levantar la mirada
a tu sonrisa de Madre, a tu belleza incontaminada,
para volver a sentir que no estamos hechos para el mal,
sino para el bien, para el amor, para Dios!

Por esto, oh Virgen María,
hoy te confío a todos los que, en esta ciudad
y en todo el mundo, están oprimidos por la desconfianza,
por el desánimo a causa del pecado;
aquellos que piensan que para ellos no hay más esperanza,
que sus faltas son demasiadas y demasiado grandes
y que Dios no tiene tiempo para perder con ellos.

Te los confío porque tú no solo eres madre
y como tal nunca dejas de amar a tus hijos,
sino que también eres la Inmaculada, la llena de gracia,
y puedes reflejar en la oscuridad más profunda
un rayo de luz de Cristo Resucitado.
Él, y solo Él, rompe las cadenas del mal,
libera de las adicciones más implacables,
desata los lazos más criminales,
suaviza los corazones más endurecidos.

Y si esto sucede dentro de las personas,
¡cómo cambia el rostro de la ciudad!
En los pequeños gestos y en las grandes opciones,
los círculos viciosos se vuelven poco a poco virtuosos,
la calidad de la vida mejora
y el clima social se vuelve más respirable.

Te agradecemos, Madre Inmaculada,
por recordarnos que, por el amor de Jesucristo,
ya no somos más esclavos del pecado,
sino libres, libres de amar, de querernos,
de ayudarnos como hermanos, aunque sean diferentes de nosotros.
Gracias porque, con tu candor, nos animas
a no avergonzarnos del bien, sino del mal;
nos ayudas a mantener alejado de nosotros al maligno,
que con el engaño nos atrae hacia sí, dentro de las agujas de la muerte;
nos das el dulce recuerdo de que somos hijos de Dios,
Padre de inmensa bondad,
fuente eterna de vida, belleza y amor.
Amén.

Al finalizar la oración, el Papa Francisco saludó a algunas de las autoridades religiosas y civiles presentes. Después se acercó a bendecir a numerosos enfermos en sillas de ruedas mientras que el coro entonaba el tradicional canto "Ave, Ave, Ave María" que los peregrinos entonan en la Santuario de Nuestra Señora de Lourdes (Francia).

Por último, el Pontífice saludó a tres guardias civiles españoles y tras la solicitud de una guardia, se colocó brevemente un tricornio, el tradicional sombrero negro de su uniforme.