Cada 2 de septiembre la Iglesia recuerda al Beato Bartolomé Gutiérrez, sacerdote agustino del siglo XVI, nacido en México y quien fuera llamado a la presencia de Dios a través del martirio, siendo misionero en Japón.
Fray Bartolomé Gutiérrez Espinosa fue beatificado el 7 de julio de 1867 por el Papa Pío IX.
Recibe las principales noticias de ACI Prensa por WhatsApp y Telegram
Cada vez es más difícil ver noticias católicas en las redes sociales. Suscríbete a nuestros canales gratuitos hoy:
Un chico ‘grande’ e ingenioso
Bartolomé nació el 4 de septiembre de 1580 en Ciudad de México (Virreinato de Nueva España). Con 16 años, en 1596, ingresó a la Orden de San Agustín (agustinos). Bartolomé era un joven corpulento y con evidente sobrepeso. Por ese motivo los frailes que vivían con él solían gastarle bromas, a las que él respondía con una paciente sonrisa.
Su más grande deseo era ser misionero, viajar hasta los confines del mundo y proclamar la Palabra del Señor; lamentablemente, no eran pocos entre sus hermanos agustinos los que veían esa posibilidad con escepticismo. No creían que Bartolomé fuera capaz de emprender un viaje a tierras lejanas y sobrevivir en medio de la geografía agreste o el clima adverso.
No obstante, el beato se las arregló para dejar atónitos a sus detractores en una. En cierta ocasión, Bartolomé se permitió responder a las burlas sobre su peso haciendo gala de ingenio y fina ironía. A los que se mofaban de su gordura les dijo: “Tanto mejor, así habrá más reliquias que repartir cuando muera mártir, porque algún día iré a Filipinas y de allí a Japón donde moriré por la fe de Cristo”.
Grandeza de espíritu
Tras concluir los estudios eclesiásticos, Bartolomé fue ordenado sacerdote y enviado a Puebla. En 1606 fue alistado junto a otros misioneros para la misión a Filipinas. Una vez llegado a la isla, se le designó el puesto de maestro de novicios.
Bartolomé tenía una gran habilidad para aprender otras lenguas, así que llegó a dominar el tagalo (la lengua filipina por antonomasia) y luego se introdujo en el japonés.
En 1612 se embarcó rumbo a Japón y un año después fue nombrado prior del convento de Osaka, desde donde se entregó de lleno a la evangelización, haciéndose cargo de una gran comunidad de fieles cristianos.
“Sean mansos como palomas y astutos como la serpiente” (Mt 10, 16)
En 1615 se decretó la expulsión de todos los religiosos del Japón, y el Beato Bartolomé se vio obligado a regresar a Filipinas. Sin embargo, el provincial le pidió que volviera a Japón, en compañía del P. Pedro de Zúñiga -también futuro beato-. Los misioneros arribaron a la tierra de misión el 12 de agosto de 1618.
De ahí en adelante, el P. Bartolomé ejerció un ministerio ejemplar entre los japoneses, predicando y administrando los sacramentos de manera clandestina, desafiando a la autoridad en pos del bien de las almas. Por más de 12 años enfrentó los peligros de la persecución: vivió entre los campos de cultivo y el bosque; pasó hambre, miseria y soportó las inclemencias del clima.
Valeroso guerrero como el Señor a quien sirvió
En 1629 fue tomado prisionero en Omura y, dos años más tarde, en 1631, trasladado con sus compañeros a Nagasaki, donde permaneció en cautiverio tres años más, hasta que, finalmente, se le condenó a muerte. Tras ser torturado sumergido en aguas hirvientes, fue quemado vivo el 3 de septiembre de 1632 junto con otros misioneros. Su cuerpo quedó reducido a cenizas, las que fueron recogidas y arrojadas al mar.
El Beato Bartolomé Gutiérrez formó parte del grupo de 205 mártires del Japón encabezados por el también Beato Alfonso Navarrete. Ellos fueron elevados a los altares el 7 de julio de 1867 por el Papa Pio IX.
En México la fecha para su conmemoración es el 2 de septiembre, con el rango de memoria opcional. Ese día, las oraciones de la misa y la liturgia de las horas están dedicadas a él.