Cada 2 de junio se celebra a San Félix de Nicosia, humilde fraile capuchino (Orden de los Frailes Menores Capuchinos) del siglo XVIII, ejemplo de austeridad, entrega y, por sobre todo, de amor a Dios, manifestado en la obediencia y la caridad con los pobres y vulnerables.
San Félix nació en la ciudad siciliana de Nicosia (Italia) en el año 1715. Su nombre de pila fue Filippo Giacomo Amoroso. A los 20 años, pidió ser admitido en el convento de los franciscanos capuchinos en condición de hermano lego, ya que, por ser analfabeto, no podía aspirar a ser clérigo.
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Fue rechazado durante 8 años consecutivos, hasta que finalmente fue admitido en el convento de Mistretta, Sicilia. Hizo su profesión perpetua el 10 de octubre de 1774, y, de inmediato, fue enviado al convento de Nicosia, su pueblo natal.
Limosnero, pero rico
Durante gran parte de su vida religiosa ejerció el oficio de limosnero. Cada día recorría las calles de su pueblo llamando a las puertas de los ricos, invitándolos a compartir sus bienes y a acudir a Dios, de quien todos somos deudores.
Luego, tocaba las puertas de los pobres, ofreciendo asistencia en sus necesidades y recordándoles que aún en medio de la pobreza hay mucho que ofrecer y compartir. De esta manera, él mismo se convirtió en nexo de unión entre unos y otros, ayudando a romper los muros sociales.
Con su conducta amable, San Félix conmovía a sus coetáneos, especialmente porque siempre daba las gracias, tanto cuando recibía donativos como cuando lo rechazaban o maltrataban. En cualquiera de los casos su respuesta era la misma: “Sea por amor de Dios".
Iletrado, pero sabio
Aunque era analfabeto, conocía bien las Sagradas Escrituras y la doctrina cristiana, pues se esforzaba en retener los pasajes bíblicos que le resultaban más significativos, así como los textos de los maestros espirituales que se leían en el convento durante las comidas.
Algo similar hacía con lo que escuchaba en la homilía. El hermano Felix demostró con contundencia que era realmente bueno para atesorar lo que llegaba a sus oídos para, una vez interiorizado, compartirlo con cualquiera que lo necesitara.
Fue un gran amante de la Eucaristía (se pasaba horas rezando ante el Sagrario). Profesó una devoción particular a la Virgen de los Dolores (llevó en su pecho durante treinta años una imagen de Ella) y a la Pasión de Cristo (solía meditar sobre el sacrificio de Cristo en la Cruz con los brazos cruzados).
Dócil instrumento de Dios
San Félix tenía como mayor aspiración corresponder lo mejor posible al amor de Dios. Sabía que si a Dios se aferraba, todo lo restante calzaría en su lugar. Sabía también que si había que preocuparse de algo, debía ser de poner a Dios en primer lugar, siempre.
El Señor, sabiéndose reparado por la piedad del humilde santo, adornó su vida con el don de curar enfermedades, tanto del cuerpo como del alma. En nombre de Cristo obró muchos milagros. Es conocido, además, que el buen Hno. Félix recibió el don de la bilocación, gracias al cual sirvió a más gente.
El santo murió el 31 de mayo de 1787 en el convento de Nicosia, su hogar, a la edad de 78 años. Fue beatificado el 12 de febrero de 1888 por el Papa León XIII y canonizado el 23 de octubre del 2005 por el Papa Benedicto XVI.
"Sea por amor de Dios"
En la homilía de la Misa de canonización, el Papa pronunció unas palabras dedicadas a San Félix: «”Sea por amor de Dios”. Así podemos comprender bien cuán intensa y concreta era en él la experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, hijo ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las expresiones más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado y transformado gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo. Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor».
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