Cada 18 de mayo la Iglesia Católica celebra a San Félix de Cantalicio, fraile franciscano del siglo XVI, miembro de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos (franciscanos capuchinos), poseedor de un alma alegre y ligera que lo ayudó a elevarse hasta las alturas de la mística.

San Félix fue un hombre extremadamente sencillo, proveniente de una familia muy pobre, y que gracias a su docilidad dejó que el Señor moldee su mente y su corazón, al punto que se hizo conocido por su sabiduría y piedad extraordinarias. Su alma, lejos de apocarse por las dificultades, exhibía una inmensa confianza en Dios, adornada por un fino sentido del humor.

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Felice Puerro -su nombre de pila- nació en Cantalicio (Italia), el año 1513. Sus padres, campesinos católicos piadosos, lo educaron en el amor a Cristo y a la Virgen Santísima. Se dice que, de chico, cuando se aparecía para jugar con sus amigos, le decían: “¡Ahí viene el santito!”

Vivir siempre en presencia de Dios

A los doce años empezó a trabajar en la casa de un rico terrateniente que lo envió a apacentar ovejas y conducir el arado. La vida del joven Félix, entonces, empezó a dividirse entre la oración y el trabajo. Las horas de soledad o fatiga en el campo las aprovechó siempre para elevar el alma a Dios. Las idas y venidas entre los pastizales y las colinas las intercalaba con visitas a la iglesia del pueblo para rezar a Nuestra Señora. Poco a poco, fue aprendiendo a meditar y a desarrollar su vocación contemplativa, a pesar de que su apariencia era más la de un hombre hecho para el trabajo rudo.

"Todas las criaturas pueden llevarnos a Dios, con tal de que sepamos mirarlas con ojos  sencillos”, le dijo Félix alguna vez a un religioso que le había preguntado cómo hacía para vivir en presencia de Dios en medio del trabajo y tantas otras cosas que podrían considerarse como distracciones. Félix tenía la convicción de que “en cualquier oficio y a cualquier hora hay que acordarse de Dios y ofrecer por Él todo lo que se hace o sufre”.

La vida espiritual es trabajo y alegría

Cierto día que Félix estaba arando, los animales que jalaban su arado se asustaron y lo lanzaron al suelo. El arado le pasó por encima con violencia, pero, milagrosamente, el santo se levantó ileso. Félix le había pedido a Dios, hacía algún tiempo, que le ayude a encontrar su camino en la vida y que lo confirme en este para siempre. Aquel accidente, en el que sintió la muerte muy de cerca, lo animó a comprometerse con más ahínco con Jesús. Es así que tomó la decisión de tocar las puertas del convento capuchino de Cittaducale para ser admitido como hermano lego.

En el convento, el trato con Dios y los hermanos lo impulsaban a mantenerse en el ejercicio de la virtud, mientras su buen corazón crecía en el deseo de la perfección en la caridad. Si alguna mortificación le salía al paso y tenía que cumplir con alguna penitencia, se aferraba fuerte a la Cruz de Cristo, para que el Señor lo sostenga en esas horas difíciles.

Félix estaba persuadido de que todos eran mejores que él, aunque sus hermanos parecían no estar muy de acuerdo con eso, y solían llamarlo “el santo”. Y es que Félix parecía haber hecho de la humildad su mejor herramienta para vivir del amor de Dios. No era que se menospreciase, al contrario, Félix se sentía profundamente amado. Lo que sucedía es que se sabía pecador, débil y frágil; pero, al mismo tiempo, entendía su condición de hombre redimido, perdonado. Félix sabía que ante la grandeza del amor de Dios, debemos reconocernos pequeños, porque lo somos.

“O santo, o nada" (San Félix)

Los votos solemnes llegaron cuando el santo alcanzó los treinta años. Más tarde fue enviado a Roma, donde por las siguientes cuatro décadas saldría a pedir limosna todos los días para sostener a su comunidad y a los pobres bajo su cargo. Asimismo, con la venia de sus superiores, asistió a los desposeídos, visitó enfermos y consoló a muchos moribundos. Solía alentar a todos diciendo: “Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario”.

El fraile andaba casi siempre con una amable sonrisa en el rostro, y si alguna injuria o maltrato recibía, soltaba con paciencia estas palabras: “Voy a pedir a Dios que te haga un santo”.

No pocas veces, San Félix, mientras ayudaba en Misa, quedó en éxtasis a la vista de todos. Incluso sus biógrafos señalan que murió en medio de una visión de la Virgen que lo mandaba llamar con unos ángeles. En vida, gozó del aprecio y la consideración de grandes santos como San Felipe Neri y San Carlos Borromeo. Al final de sus días, el cardenal protector de su Orden aconsejó a los superiores de Félix que lo releven de su cargo por su avanzada edad, pero el santo les rogó que lo dejasen seguir pidiendo limosna. A Félix gustaba recordarle a todos que el alma se marchita cuando el cuerpo no trabaja.

San Félix de Cantalicio partió a la Casa del Padre el 18 de mayo de 1587. Fue beatificado el 1 de octubre de 1625 por el Papa Urbano VIII y canonizado el 22 de mayo de 1712, en Roma, por el Papa Clemente XI.

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