Cada 3 de mayo, la Iglesia celebra a Felipe y Santiago, quienes formaron parte del grupo de discípulos más cercanos a Jesús, los Apóstoles. Ambos coronaron sus vidas, consagradas al anuncio de la Buena Nueva, en el martirio. Ese fue el signo de su santidad y fidelidad absoluta a Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre.

Felipe

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Felipe nació en Betsaida y antes de seguir a Jesús fue discípulo de Juan el Bautista. Fue uno de los primeros a los que llamó el Señor.

Felipe aparece en varios pasajes de la Escritura: fue él quien preguntó al Señor: “¿Cómo vamos a darle de comer a tanta gente?” (Jn 6, 5-7), preocupado por aquellos que seguían al Maestro y no tenían qué comer.

A él se dirigió un grupo de paganos que deseaban conocer al Señor (Jn 12, 20-22). Además, Felipe fue quien le pidió a Cristo que le “muestre al Padre” (Jn 14, 8-11) mientras compartían la última cena.

Después de la Ascensión del Señor a los Cielos, junto al resto de apóstoles y la Virgen María, Felipe recibió el Espíritu Santo en Pentecostés. De ahí partió a la región de Frigia (ubicada hoy entre Turquía, Hungría, Ucrania y el Este de Rusia) para anunciar la Buena Noticia a las gentes de esas tierras.

San Felipe murió apedreado y crucificado en Hierápolis (Turquía), la antigua ciudad helenística reconstruida por los romanos. Sus reliquias fueron conservadas y en el siglo VI fueron llevadas a Roma y colocadas en la Basílica de los Doce Apóstoles. En la versión antigua del Martirologio romano su fiesta era el 1 de mayo, pero fue desplazada en el Novus Ordo al día tercero del mes.

Santiago, el menor

En la Escritura Santiago recibe el sobrenombre de “el Hijo de Alfeo”; también se le llama “primo del Señor” porque su madre era pariente de la Virgen María. A él se le atribuye la autoría de la primera epístola católica. En está se encuentra consignado uno de los principios más importantes de la vida cristiana: “La fe sin obras, está muerta” (Sant. 2, 26).

En los Hechos de los Apóstoles se le describe como un personaje muy querido de la Iglesia de Jerusalén, a quien se le llamaba con frecuencia “el obispo”. San Pablo lo menciona en su Carta a los Gálatas, poniéndolo al lado de San Pedro y San Juan. Además, el Apóstol de Gentes cuenta que después de su conversión quiso entrevistarse con Pedro, pero no encontró en la ciudad a ningún discípulo sino a Santiago. En su última visita a la Ciudad Santa, el mismo Pablo fue directamente a casa de Santiago, donde se reunió con todos los jefes de la Iglesia de Jerusalén (Hech. 21,15).

A veces se designa a Santiago como “el que intercede por el pueblo”. Según la tradición este apóstol recibe este sobrenombre debido a que oraba siempre pidiendo perdón a Dios por los pecados de su pueblo.

La misma tradición conserva el relato de un episodio en el que Santiago fue causa de  escándalo entre fariseos y escribas. El sumo sacerdote, Anás II, aprovechando la concurrencia que se presentaba en la fiesta judía, lo interpeló diciendo: “Te rogamos que ya que el pueblo siente por ti grande admiración, te presentes ante la multitud y les digas que Jesús no es el Mesías o Redentor”. Ante este pedido, Santiago respondió: “Jesús es el enviado de Dios para salvación de los que quieran salvarse. Y lo veremos un día sobre las nubes, sentado a la derecha de Dios".

Entonces los sumos sacerdotes -enfurecidos por su desafiante respuesta y por el temor de que más judíos se convirtieran al cristianismo- mandaron capturar a Santiago y lo llevaron a una parte alta del templo. Desde allí lo echaron hacia el precipicio. El apóstol cayó de rodillas y murió mientras lo apedreaban. En su agonía no cesaba de repetir las palabras de Cristo: “Padre Dios, te ruego que los perdones porque no saben lo que hacen".

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