Cada 9 de marzo la Iglesia celebra la fiesta de Santa Francisca Romana, conocida también como Francisca de Roma, oblata benedictina que vivió entre los siglos XIV y XV.
Su intensa vida de fe constituye un hermoso testimonio de fortaleza e inspiración para muchas mujeres que han pasado -o pasan- por circunstancias similares a las que la santa vivió. No es exagerado señalar que Santa Francisca supo soportar algunas de las pruebas más difíciles por las que puede pasar una mujer, y, aún así, florecer en esperanza y caridad.
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Francisca contrajo matrimonio de muy joven y tuvo hijos, dos de los cuales murieron a causa de la peste. No obstante su matrimonio salió adelante. Sin embargo, la santa perdería trágicamente a su esposo en la guerra. Ella, fiel a su búsqueda de Dios y sus planes, terminó por abrazar la vida religiosa, llegando a constituir una familia espiritual que subsiste hasta hoy.
Con motivo de los 400 años de su canonización, en el Jubileo de 2008, el Papa Benedicto XVI la llamó ‘la más romana de las santas’.
Esposa y madre forjada en el dolor
Santa Francisca nació en Roma, Estados Pontificios, en 1384. A los 12 años experimentó las primeras inquietudes vocacionales, pero a pesar de ello, sus padres arreglaron su matrimonio. Ella, asistida por su fe, no se conformó con casarse sino que formó un hogar hermoso y santo, al que Dios bendijo con tres niños varones. Lamentablemente, a causa de la peste negra que asolaba Europa a inicios del siglo XV, perdió a dos de sus pequeños. La magnitud de lo sucedido sensibilizó su alma ante el sufrimiento para el resto de su vida.
Francisca dio un vuelco a su vida. Decidió repartir sus bienes y empezó a atender a mendigos y enfermos. Sencilla y acogedora como era, se ganó el cariño de la gente. Muchos decían que quien acudía a verla siempre se llevaba algún consuelo.
Por su lado el esposo de Francisca formaba parte del ejército del Sumo Pontífice. Eran tiempos en los que el papado estaba amenazado por intereses políticos que habían llevado a la Iglesia, una vez más, al borde de otro cisma en Occidente. Debido a esto, el ejército pontificio tuvo que librar numerosas batallas y el marido de Francisca andaba casi siempre ausente. Precisamente, cuando este se hallaba exiliado en los Estados Ponzianos, las tierras de la familia fueron expoliadas.
El día que el esposo de Santa Francisca pudo regresar a Roma, la ciudad se encontraba bajo el acecho del ejército napolitano. Entre las escaramuzas y los enfrentamientos, el hombre cayó herido gravemente. Al enterarse Francisca de que su esposo había sido herido en combate, lo busca sin descanso hasta que logra encontrarlo. Lamentablemente es tarde y aunque asume su cuidado, parece que no hay más que acompañarlo en bien morir.
Vuelta al primer amor: inicio de una nueva vida
Francisca había estado casada por cuarenta años. En medio del dolor espiritual tras haber enviudado la santa empezó a considerar qué era lo que quería Dios de ella para el futuro, dadas las grandes pérdidas sufridas a lo largo de su vida.
Así, la mujer terminó reencontrándose con aquel deseo de juventud de ser monja. Acompañada por su director espiritual, inició un camino que la condujo a la vida religiosa. El 15 de agosto de 1425, día de la Asunción de la Virgen María, Francisca, junto a 9 compañeras, hizo su oblación (consagración) en la cofradía de las oblatas benedictinas (Orden de San Benito).
En ese momento las oblatas estaban bajo la dirección de los monjes olivetanos. El régimen de los oblatos no incluía ni clausura ni votos, ya que su misión principal era la dedicación total al servicio de los más pobres. Claro que, de acuerdo al espíritu benedictino, debían dedicar el mayor tiempo posible a la oración y meditación.
En 1433, Francisca fundó el monasterio de Tor de Specchi, al que se mudó junto a las oblatas que deseaban tener una vida en común y fortalecer así su servicio a los demás. El Papa Eugenio IV aprobó la iniciativa y el grupo de mujeres se convirtió en la que sería la única congregación religiosa de oblatas con votos privados y vida en común que existe hasta el día de hoy.
El ángel de la guarda
A Francisca, Dios le concedió la gracia de poder ver a su ángel de la guarda y experimentarse siempre guiada y protegida. Ella lo describía así: "Era de una belleza increíble, con un cutis más blanco que la nieve y un rubor que superaba el arrebol de las rosas. Sus ojos, siempre abiertos tornados hacia el cielo, el largo cabello ensortijado tenía el color del oro bruñido”.
Hace ya unos años, en diálogo con ACI Prensa, el benedictino olivetano, P. Teodoro Muti, expresó que "Santa Francisca Romana fue la Madre Teresa del siglo XV. Era la santa de los pobres y necesitados. Pertenecía a una familia rica y noble, pero asistía a los enfermos en los hospitales y se preocupaba también por su salud espiritual”.
Santa Francisca Romana murió el 9 de marzo de 1440 y fue canonizada el 9 de mayo de 1608 por el Papa Pablo V.
Ella es la patrona de los oblatos benedictinos y de los automovilistas. Según la tradición, el ángel de la guarda de Santa Francisca iluminaba su camino especialmente en los parajes oscuros para que su pie no tropiece.
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Si deseas saber más sobre Santa Francisca Romana, te sugerimos este artículo de la Enciclopedia Católica: https://ec.aciprensa.com/wiki/Santa_Francisca_de_Roma.