Cada 22 de enero, la Iglesia recuerda a Laura del Carmen Vicuña Pino (1891-1904), más conocida como la Beata Laura Vicuña, a quien celebramos por la belleza ejemplar de su vida y la manera como alcanzó la santidad.
‘Laurita’ -como cariñosamente la llamaban quienes la conocieron- se ofreció a sí misma por la conversión de su madre, en tiempos en los que esta se encontraba inmersa en una situación moral muy penosa.
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Años de dolor
Laura Vicuña Pino nació en Santiago de Chile en 1891. Su padre pertenecía a una familia aristocrática de gran influencia política y social. Su madre, Mercedes, por el contrario, provenía de un hogar humilde.
El año en el que Laura nació estalló la guerra civil chilena, la Revolución de 1891, y su familia se vió obligada a huir de la capital y refugiarse a unos 500 km de Santiago. En medio de esas aciagas circunstancias, el padre de Laura perdió la vida y su madre quedó en la indigencia a cargo de sus dos hijas -Laurita, de dos años, y Julia-. Las tres mujeres tomaron rumbo a la Argentina, donde Mercedes decide establecerse. Allí, la viuda conoce a un hombre llamado Manuel Mora, con el que empieza a convivir.
Por su parte, en el año 1900, Laura ingresa como interna al Colegio de las Hijas de María Auxiliadora, en Junín de los Andes. Poco tiempo después, en medio de la serenidad del internado, empieza a manifestar una profunda devoción al Señor y a soñar con ser religiosa.
Amar es aborrecer el pecado
Cierto día Laura escuchó decir a una de sus maestras que a Dios le disgustan mucho los que conviven sin casarse -cosa que la afectó singularmente-. La pequeña recién tomaba conciencia de la falta en la que se encontraba su madre, Mercedes. Siente mucho dolor por ella, porque Dios estaba siendo ofendido en su propio hogar. Entonces, Laura toma una decisión poco común para una niña de su edad: ofrecer su vida a Dios por la salvación de Mercedes.
La beata le comunica a su confesor, el sacerdote salesiano P. Crestanello, que ella no quiere ni condenar a su mamá ni rechazarla, pero que desea hacer los méritos suficientes para que Dios se apiade de ella. Laura quería que Mercedes cambiara de vida y si debía sacrificarse, pues estaba dispuesta a hacerlo.
El confesor le responde: "Mira que eso es muy serio. Dios puede aceptar tu propuesta y te puede llegar la muerte muy pronto". Laura, resuelta a no mezquinar nada a Dios, toma las palabras del sacerdote con la madurez de los santos, es decir, con libertad y absoluta generosidad.
Dios es fortaleza para el indefenso
El día de su primera comunión, a sus diez años, Laurita se ofrece toda a Dios. Empezó a sentirse una auténtica “hija de María”; e iba por todos lados expresando su alegría. Nada hacía presagiar lo que estaba por venir.
En casa, una tarde de visita, Laura queda a merced del conviviente de su madre, quien intenta abusar de ella. La niña, armada de valor y de la fuerza de Dios, resiste la agresión y logra librarse de su atacante. Entonces, Mora, en represalia, la bota de la casa, la hace dormir a la intemperie y deja de pagarle la escuela.
Dios, que no abandona nunca a sus hijos, a través de las Hijas de María Auxiliadora, le concede a Laura amparo y sustento. Lamentablemente, eso enfurece aún más a Mora, quien se cruza un día con Laurita en la calle y la golpea salvajemente. Siendo la situación insostenible, las Hijas de María Auxiliadora le conceden un lugar estable en el convento.
El ciento por uno
Llega el invierno y las lluvias empezaron a arreciar en la región. De manera violenta, se produce una inundación en la escuela y el internado, y Laura se pone a ayudar. Pasa horas con los pies en el agua helada, movilizando y poniendo a buen recaudo a las niñas más pequeñas.
Unos días después, Laura cae enferma gravemente. Mercedes, su madre, solicita entonces permiso a las hermanas para llevársela consigo a casa, pero ni con todos los cuidados que le dio a la niña logró recuperarse. Una afección muy grave a los riñones se había desatado.
Al entrar en agonía, la beata le dice a Mercedes: "Mamá, desde hace dos años ofrecí mi vida a Dios en sacrificio para obtener que tú no vivas más en unión libre. Que te separes de ese hombre y vivas santamente". Mercedes, llorando, exclamó: “¡Oh Laurita, qué amor tan grande has tenido hacia mí! Te lo juro ahora mismo. Desde hoy ya nunca volveré a vivir con ese hombre. Dios es testigo de mi promesa. Estoy arrepentida. Desde hoy cambiará mi vida”. Laura manda llamar a su confesor y le dice: “Padre, mi mamá promete solemnemente a Dios abandonar desde hoy mismo a aquel hombre”. Aquel fue un día grande para aquella casa, porque Dios mostró su amor y misericordia.
El rostro de Laura, a pesar de que su vida se apagaba, se había tornado más sereno y alegre. Sentía que había cumplido ya su misión en la tierra. Luego, se le administró la unción de los enfermos, recibió la Eucaristía y, con sus últimas fuerzas, besa varias veces el crucifijo que le acerca el sacerdote.
Dad gracias siempre: “Gracias, Jesús; gracias, María”
A una de sus amigas, que rezaba con ella junto a su lecho le dijo: “¡Qué contenta se siente el alma a la hora de la muerte, cuando se ama a Jesucristo y a María Santísima!” Luego, mirando la imagen de la Virgen, dice: “Gracias Jesús, gracias María", y expira. Era el 22 de enero de 1904; Laura había cumplido no hacía mucho los 12 años.
Después de lo acontecido, Mercedes empezó una nueva vida, aunque no sin dificultades. Tuvo incluso que cambiarse de nombre y dejar la región en la que vivía porque Manuel Mora la perseguía y acosaba. Se sabe que llevó una vida santa, tal y como deseaba su hija.
El Papa San Juan Pablo II beatificó a Laura Vicuña en 1988. En aquella ocasión, el Papa Peregrino pronunció unas palabras que los devotos de Laura recuerdan con cariño: “La suave figura de la Beata Laura… a todos enseñe que, con la ayuda de la gracia, se puede triunfar sobre el mal”.