El Papa Francisco dirigió este viernes un discurso a las autoridades de Turquía en el Palacio Presidencial, en Ankara, en el que pidió por el fin de las guerras fraticidas en Medio Oriente, denunció el fundamentalismo y señaló la necesidad de que musulmanes, judíos y cristianos, "gocen – tanto en las disposiciones de la ley como en su aplicación efectiva – de los mismos derechos y respeten las mismas obligaciones".
A continuación el discurso completo del Papa Francisco:
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Señor Presidente,
Señor Primer Ministro,
Distinguidas Autoridades,
Señoras y Señores
Me alegra visitar su país, rico en bellezas naturales y en historia, plagado de huellas de antiguas civilizaciones y puente natural entre dos continentes y entre diferentes expresiones culturales. Esta tierra es bien querida por todos los cristianos por haber sido cuna de san Pablo, que fundó aquí diferentes comunidades cristianas; por haberse celebrado en esta tierra los siete primeros concilios de la Iglesia, y por la presencia, cerca de Éfeso, de lo que una venerable tradición considera la «Casa de María», el lugar donde la Madre de Jesús vivió durante unos años, y que es meta de la devoción de tantos peregrinos de todas las partes del mundo, no sólo cristianos, sino también musulmanes.
Pero las razones de la consideración y el aprecio por Turquía no se deben sólo a su pasado, a sus antiguos monumentos, sino también a la vitalidad de su presente, la laboriosidad y generosidad de su pueblo, el papel que desempeña en el concierto de las naciones.
Es para mí un motivo de alegría tener la oportunidad de continuar con ustedes un diálogo de amistad, estima y respeto, en la línea emprendida por mis predecesores, el beato Papa Pablo VI, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, diálogo preparado y favorecido a su vez por la actuación del entonces Delegado Apostólico, Mons. Angelo Giuseppe Roncalli, después san Juan XXIII, y por el Concilio Vaticano II.
Necesitamos un diálogo que profundice el conocimiento y valore con discernimiento tantas cosas que nos acomunan, permitiéndonos al mismo tiempo considerar con ánimo lúcido y sereno las diferencias, con el fin de aprender también de ellas.
Es preciso llevar adelante con paciencia el compromiso de construir una paz sólida, basada en el respeto de los derechos fundamentales y en los deberes que comporta la dignidad del hombre. Por esta vía se pueden superar prejuicios y falsos temores, dejando a su vez espacio para la estima, el encuentro, el desarrollo de las mejores energías en beneficio de todos.
Para ello, es fundamental que los ciudadanos musulmanes, judíos y cristianos, gocen – tanto en las disposiciones de la ley como en su aplicación efectiva – de los mismos derechos y respeten las mismas obligaciones. De este modo, se reconocerán más fácilmente como hermanos y compañeros de camino, alejándose cada vez más de las incomprensiones y fomentando la colaboración y el entendimiento. La libertad religiosa y la libertad de expresión, efectivamente garantizadas para todos, impulsará el florecimiento de la amistad, convirtiéndose en un signo elocuente de paz.
El Medio Oriente, Europa, el mundo, esperan este florecer. El Medio Oriente, en particular, es teatro de guerras fratricidas desde hace demasiados años, que parecen nacer una de otra, como si la única respuesta posible a la guerra y la violencia debiera ser siempre otra guerra y otras de violencias.
¿Por cuánto tiempo deberá sufrir aún el Medio Oriente por la falta de paz? No podemos resignarnos a los continuos conflictos, como si no fuera posible cambiar y mejorar la situación.
Con la ayuda de Dios, podemos y debemos renovar siempre la audacia de la paz. Esta actitud lleva a utilizar con lealtad, paciencia y determinación todos los medios de negociación, y lograr así los objetivos concretos de la paz y el desarrollo sostenible.
Señor Presidente, para llegar a una meta tan alta y urgente, una aportación importante puede provenir del diálogo interreligioso e intercultural, con el fin de apartar toda forma de fundamentalismo y de terrorismo, que humilla gravemente la dignidad de todos los hombres e instrumentaliza la religión.
Es preciso contraponer al fanatismo y al fundamentalismo, a las fobias irracionales que alientan la incomprensión y la discriminación, la solidaridad de todos los creyentes, que tenga como pilares el respeto de la vida humana, de la libertad religiosa – que es libertad de culto y libertad de vivir según la ética religiosa –, el esfuerzo para asegurar todo lo necesario para una vida digna, y el cuidado del medio ambiente natural. De esto tienen necesidad con especial urgencia los pueblos y los Estados del Medio Oriente, para poder «invertir el rumbo» finalmente y llevar adelante un proceso de paz exitoso, mediante el rechazo de la guerra y la violencia, y la búsqueda del diálogo, el derecho y la justicia.
En efecto, hasta ahora estamos siendo todavía testigos de graves conflictos. En Siria y en Irak, en particular, la violencia terrorista no da indicios de aplacarse. Se constata la violación de las leyes humanitarias más básicas contra los presos y grupos étnicos enteros; ha habido, y sigue habiendo, graves persecuciones contra grupos minoritarios, especialmente – aunque no sólo – los cristianos y los yazidíes: cientos de miles de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y su patria para poder salvar su vida y permanecer fieles a sus creencias.
Turquía, acogiendo generosamente a un gran número de refugiados, está directamente afectada por los efectos de esta dramática situación en sus confines, y la comunidad internacional tiene la obligación moral de ayudarla en la atención a los refugiados. Además de la ayuda humanitaria necesaria, no se puede permanecer en la indiferencia ante lo que ha provocado estas tragedias. Reiterando que es lícito detener al agresor injusto, aunque respetando siempre el derecho internacional, quiero recordar también que no podemos confiar la resolución del problema a la mera respuesta militar.
Es necesario un gran esfuerzo común, fundado en la confianza mutua, que haga posible una paz duradera y consienta destinar los recursos, finalmente, no a las armas sino a las verdaderas luchas dignas del hombre: contra el hambre y la enfermedad, en favor del desarrollo sostenible y la salvaguardia de la creación, del rescate de tantas formas de pobreza y marginación, que tampoco faltan en el mundo moderno.
Turquía, por su historia, por su posición geográfica y por la importancia en la región, tiene una gran responsabilidad: sus decisiones y su ejemplo tienen un significado especial y pueden ser de gran ayuda para favorecer un encuentro de civilizaciones e identificar vías factibles de paz y de auténtico progreso.
Que el Altísimo bendiga y proteja Turquía, y la ayude a ser un válido y convencido artífice de la paz.