Cada 28 de noviembre, la Iglesia Católica celebra a Santa Catalina Labouré (1806-1876), vidente de la Medalla Milagrosa, a quien la Madre de Dios dijo: “Dios quiere confiarte una misión; te costará trabajo, pero todo lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios”.

De la mano con María

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Santa Catalina Labouré nació en Fain-lès-Moutiers (Francia) el 2 de mayo de 1806, en el seno de una familia campesina. A los nueve años perdió a su madre, sin embargo, lejos de sumirse en el desconsuelo, Catalina se aferró a la Madre del cielo, la Virgen María, y en Ella encontró la fuerza y el alivio necesarios para afrontar su inesperada orfandad. La Madre de Dios empezó, entonces, a llenar el terrible vacío que había quedado en el corazón de la niña: era como si Catalina andase todos los días de la mano de María, de aquí para allá, mientras Ella, la Virgen, le hacía sentir su dulce compañía.

Así, de manera muy natural, un día la pequeña Catalina le hizo una petición a la Virgen: “¡Sé mi madre!”.

Las gracias y favores de Dios

No mucho tiempo después, la hermana mayor de Catalina sería admitida como religiosa vicentina y, en casa, todas las responsabilidades recayeron sobre los hombros de la pequeña. Ayudar a su familia fue una tarea difícil y exigente que le acarreó, como a muchísimas niñas de su época y condición social, la imposibilidad de aprender a leer y escribir.

A pesar de eso, en la vida sencilla del hogar, Catalina sí pudo conocer con creces la grandeza del servicio a los demás y las bondades de la fidelidad en las pequeñas cosas. Su Madre, la Virgen, fue su mejor compañera día tras día y la fuente de una fuerza inagotable.

Con el tiempo, Dios también tocó el corazón de Catalina, lo que produjo que ella fuera abriéndose a nuevos horizontes espirituales. “Quizás -pensó la jovencita- Dios me llama a la vida religiosa”. Lamentablemente, tales consideraciones no fueron del agrado de su padre. Por eso, Catalina empezaría a pedir al Señor con insistencia que le concediera la gracia de tener en claro cuál debía ser su camino.

Una vocación, un sueño

En aquellos días de incertidumbre, Catalina tuvo un sueño que la marcaría para siempre. En él vio a un sacerdote anciano que se paró frente a ella y le dijo: “Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos”.

Catalina no le daría demasiada importancia en ese momento a aquel sueño, y la etapa consecutiva de su vida permaneció más o menos igual hasta que cumplió los 24 años. Una mañana decidió ir a visitar a su hermana al convento donde esta vivía. Adentro, mientras paseaba por uno de los pasadizos del recinto, vio un cuadro de San Vicente de Paúl que le llamó la atención y se quedó observando.

Tras unos segundos, quedó ensimismada, contemplando la imagen del santo. De pronto,  Catalina se dio cuenta de que él, el del retrato, era el sacerdote que se le había presentado en sueños. Lo que había soñado no podía ser una simple casualidad, definitivamente no. Era Dios que la estaba llamando de nuevo: “Me ayudarás a cuidar enfermos”.

A partir de ese día las cosas cambiarían. En adelante Catalina dirigiría todos sus esfuerzos para ser admitida como vicentina. Era hora de responder al llamado de Dios.

Para que crezca el amor, más y más…

Una vez admitida en la Orden, Catalina fue enviada a la casa vicentina de París. Allí se ocupó de los oficios más humildes y se puso al cuidado de los ancianos de la enfermería. Nunca descuidó aquel amor a la Virgen que había conocido de niña, pero ahora la vida religiosa le estaba dando la oportunidad de fortalecer y madurar ese amor en el servicio a los que sufren enfermedad.

La Hermana Catalina veía cómo su Madre del cielo la había preparado para consagrarse, y cómo la seguía educando para una entrega mayor. Y así fue. El 27 de noviembre de 1830, la Virgen María se le apareció a Catalina mientras rezaba en la capilla del convento, y le pidió algo sorprendente: que acuñe una medalla dedicada a Ella, Reina del cielo y la tierra. Esta sería para protección de quienes la porten, y Dios concedería gracias y milagros a quienes acudan a su intercesión.

La Madre de Dios daría, además, indicaciones precisas sobre el aspecto de la medalla. Para empezar, la Virgen quería que los detalles de su aparición quedasen perpetuados en esta.

"Dios quiere confiarte una misión; te costará trabajo, pero lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios. Tú conocerás cuán bueno es Dios. Tendrás que sufrir hasta que se lo digas a tu director. No te faltarán contradicciones mas te asistirá la gracia; no temas. Háblale a tu director con confianza y sencillez; ten confianza, no temas. Verás ciertas cosas; díselas. Recibirás inspiraciones en la oración".

Para poder cumplir con el pedido de la Virgen, Catalina pidió el consejo y la ayuda de su confesor, y, más adelante, el apoyo del Arzobispo de París. Gracias a Dios, este accedió a su solicitud y otorgó su autorización para que la medalla sea acuñada.

Crecimiento de la devoción

La Medalla Milagrosa empezó a ser reproducida y, con ello, aparecieron los primeros devotos y los primeros testimonios de milagros acontecidos en sus vidas. Todo sucedió tal y como lo había prometido la Madre de Dios.

Otras revelaciones privadas hizo la Virgen María a Santa Catalina, pero no siempre encontraron la misma acogida cuando las comunicaba. De hecho, no hubo el mismo eco espiritual en los siguientes confesores asignados a la santa. Catalina, entonces, decidió conservar para sí ciertos detalles que solo revelaría a su superiora, por consejo de la Virgen María.

En los brazos dulces de la Madre

Catalina partió a la Casa del Padre a los 70 años, el 31 de diciembre de 1876. Poco antes de que muriera, la madre superiora erigió en el altar de la capilla del convento una estatua de la Virgen de la Medalla Milagrosa para perpetuar el recuerdo de las apariciones.

Cincuenta y seis años después, cuando la sepultura de Santa Catalina fue abierta para el reconocimiento oficial de sus reliquias, su cuerpo fue hallado incorrupto.

Catalina Labouré fue beatificada por el Papa Pío XI en 1933 y canonizada por Pío XII en 1947.

Oración a la Virgen de la Medalla Milagrosa

¡Oh, poderosísima Virgen, Madre de nuestro Salvador!, 
consérvanos unidos a ti en todos los momentos de nuestra vida. 
Alcánzanos a todos nosotros, tus hijos, la gracia de una buena muerte, 
a fin de que, juntos contigo, podamos gozar un día de la celeste beatitud. 
Amén.