En la homilía de la Vigilia Pascual que celebró esta noche en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco hizo una clara exhortación a aceptar al Señor Jesús Resucitado, cuya novedad y sorpresa transforman la vida; y precisó que no existe situación que no pueda cambiar ni pecado que no pueda perdonar si uno de verdad se abre a Él.
El rito se inició con la bendición del fuego y la preparación del cirio pascual en el atrio de la Basílica, mientras se cantaba el Exsultet. Durante la Misa el Papa confirió el Bautismo, la Confirmación y la Primera Comunión a cuatro personas de Italia, Albania, Rusia y Estados Unidos.
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A continuación la homilía completa del Santo Padre.
Queridos hermanos y hermanas
En el Evangelio de esta noche luminosa de la Vigilia Pascual, encontramos primero a las mujeres que van al sepulcro de Jesús, con aromas para ungir su cuerpo (cf. Lc 24,1-3). Van para hacer un gesto de compasión, de afecto, de amor; un gesto tradicional hacia un ser querido difunto, como hacemos también nosotros.
Habían seguido a Jesús. Lo habían escuchado, se habían sentido comprendidas en su dignidad, y lo habían acompañado hasta el final, en el Calvario y en el momento en que fue bajado de la cruz. Podemos imaginar sus sentimientos cuando van a la tumba: una cierta tristeza, la pena porque Jesús les había dejado, había muerto, su historia había terminado.
Ahora se volvía a la vida de antes. Pero en las mujeres permanecía el amor, y es el amor a Jesús lo que les impulsa a ir al sepulcro. Pero, a este punto, sucede algo totalmente inesperado, una vez más, que perturba sus corazones, trastorna sus programas y alterará su vida: ven corrida la piedra del sepulcro, se acercan, y no encuentran el cuerpo del Señor.
Esto las deja perplejas, dudosas, llenas de preguntas: «¿Qué es lo que ocurre?», «¿qué sentido tiene todo esto?» (cf. Lc 24,4). ¿Acaso no nos pasa así también a nosotros cuando ocurre algo verdaderamente nuevo respecto a lo de todos los días? Nos quedamos parados, no lo entendemos, no sabemos cómo afrontarlo.
A menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los apóstoles del Evangelio: muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos ante una tumba, pensando en el difunto, que en definitiva sólo vive en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios; tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Él nos sorprende siempre.Hermanos y hermanas, no nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos no lo podemos conseguir? No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.
Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y demos un paso hacia adelante. Encuentran la tumba vacía, el cuerpo de Jesús no está allí, algo nuevo ha sucedido, pero todo esto todavía no queda nada claro: suscita interrogantes, causa perplejidad, pero sin ofrecer una respuesta. Y he aquí dos hombres con vestidos resplandecientes, que dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6).
Lo que era un simple gesto, algo hecho ciertamente por amor –el ir al sepulcro–, ahora se transforma en acontecimiento, en un evento que cambia verdaderamente la vida. Ya nada es como antes, no sólo en la vida de aquellas mujeres, sino también en nuestra vida y en la historia de la humanidad.
Jesús no ha muerto, ha resucitado, es el Viviente. No es simplemente que haya vuelto a vivir, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es el que vive (cf. Nm 14,21-28; Dt 5,26, Jos 3,10). Jesús ya no es del pasado, sino que vive en el presente y está proyectado hacia el futuro, es el «hoy» eterno de Dios.
Así, la novedad de Dios se presenta ante los ojos de las mujeres, de los discípulos, de todos nosotros: la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime la vida, y le da un rostro menos humano. Y este es un mensaje para mí, para ti, querida hermana y querido hermano.
Cuántas veces tenemos necesidad de que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura..., y es ahí donde está la muerte. No busquemos ahí a Aquel que vive.
Acepta entonces que Jesús Resucitado entre en tu vida, acógelo como amigo, con confianza: ¡Él es la vida! Si hasta ahora has estado lejos de él, da un pequeño paso: te acogerá con los brazos abiertos. Si eres indiferente, acepta arriesgar: no quedarás decepcionado. Si te parece difícil seguirlo, no tengas miedo, confía en él, ten la seguridad de que él está cerca de ti, está contigo, y te dará la paz que buscas y la fuerza para vivir como él quiere.
Hay un último y simple elemento que quisiera subrayar del Evangelio de esta luminosa Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran con la novedad de Dios: Jesús ha resucitado, es el Viviente. Pero ante la tumba vacía y los dos hombres con vestidos resplandecientes, su primera reacción es de temor: estaban «con las caras mirando al suelo» –observa san Lucas–, no tenían ni siquiera valor para mirar. Pero al escuchar el anuncio de la Resurrección, la reciben con fe.
Y los dos hombres con vestidos resplandecientes introducen un verbo fundamental: «Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea... Y recordaron sus palabras» (Lc 24,6.8). La invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús, de sus palabras, sus gestos, su vida; este recordar con amor la experiencia con el Maestro, es lo que hace que las mujeres superen todo temor y que lleven la proclamación de la Resurrección a los Apóstoles y a todos los otros (cf. Lc 24,9).
Hacer memoria de lo que Dios ha hecho por mí, por nosotros, hacer memoria del camino recorrido; y esto abre el corazón de par en par a la esperanza para el futuro. Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas.
En esta Noche de luz, invocando la intercesión de la Virgen María, que guardaba todos estas cosas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), pidamos al Señor que nos haga partícipes de su resurrección: nos abra a su novedad que trasforma, a las sorpresas de Dios; que nos haga hombres y mujeres capaces de hacer memoria de lo que él hace en nuestra historia personal y la del mundo; que nos haga capaces de sentirlo como el Viviente, vivo y actuando en medio de nosotros; que nos enseñe cada día a no buscar entre los muertos a Aquel que vive. Amén.