Queridos hermanos y hermanas:
El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la divina Revelación, afirma que la íntima verdad de la revelación de Dios brilla para nosotros "en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación" (n. 2 ).
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El Antiguo Testamento nos dice cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, vuelve a ofrecer la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abraham y el camino de un pueblo pequeño, el de Israel, que Él elige, no criterios de poder terrenal, sino simplemente por amor.
Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de actuar de Dios, que llama a algunos, no para excluir a los demás, sino para que sirvan de puente con el fin de conducir hacia Él. Elección siempre para el otro. En la historia del pueblo de Israel, podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino, en el que Dios se deja conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones.
Para esta obra, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los Profetas y los Jueces, que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la necesidad de fidelidad a la alianza y mantienen viva la espera de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.
Y es la realización de estas promesas que hemos contemplado en la Santa Navidad: la Revelación de Dios llega a su culmen, a su plenitud.
En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo Unigénito, Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo acerca de Dios, no habla simplemente del Padre –sino que es Revelación de Dios, porque es Dios– nos revela el rostro de Dios. En el prólogo de su Evangelio, Juan escribe: " Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre "(Jn 1,18).
Quisiera detenerme en este "revelar el rostro de Dios". En este contexto, San Juan, en su Evangelio, nos narra un hecho significativo, que acabamos de escuchar. Al acercarse la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y tener fe, luego entabla un diálogo con ellos, en el que habla de Dios Padre (cfr. Jn 14,2-9). En un momento, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Juan 14:8). Felipe es muy práctico y concreto: dice también lo que nosotros queremos decir, queremos ver al Padre - le pide "ver" el Padre, para ver su rostro.
La respuesta de Jesús –no sólo a Felipe, sino también a nosotros– nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: "El que me ha visto, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha manifestado su rostro, es visible en Jesucristo.
En todo el Antiguo Testamento está presente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el anhelo de conocer este rostro, de ver a Dios como es, tanto que el término hebreo p?nîm, que significa "rostro", se repite 400 veces, de las que 100 se refieren a Dios, cien veces se refiere y se quiere ver el rostro de Dios. Y, sin embargo, la religión hebraica, prohibiendo por completo las imágenes, porque Dios no se puede representar –como hacían los pueblos cercanos con la adoración de los ídolos, por lo tanto con esta prohibición de imágenes en el Antiguo Testamento– parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la piedad
¿Qué significa, entonces, para el piadoso israelita, buscar a pesar de todo el rostro de Dios, aun sabiendo que no puede haber ninguna imagen suya? La pregunta es importante: por un lado, quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se puede tomar en la mano, así como no se puede poner algo en lugar de Dios, y por el otro, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir que es un "Tú", que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo, mirando desde lo alto a la humanidad.
Dios está sin duda por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad y la historia de esta relación de Dios, que se revela progresivamente al hombre, que se hace conocer a sí mismo, su rostro.
Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos oído, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre su pueblo: "Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz". (Números 6:24-26).
El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está enlazado de forma muy especial el tema del ‘rostro’ de Dios. Se trata de Moisés, aquel al que Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarlo a la Tierra prometida.
Después Moisés regresaba al campamento, pero Josué –hijo de Nun, su joven ayudante– no se apartaba del interior de la tienda. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo". (v. 11).
En virtud de esta confianza, Moisés pide a Dios: "Muéstrame tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: «Haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor… Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo…Aquí a mi lado tienes un lugar… tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro». (vv. 18-23).
Por un lado, pues, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, hay la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Al final, a Dios sólo se le puede seguir, viendo sus hombros. Los Padres dicen esto: tú sólo puedes ver mi espalda, significa que tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde detrás el misterio de Dios. Dios se puede seguir viendo su espalda.
Algo completamente nuevo sucede, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio radical increíble, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, el Hijo de Dios que se hace hombre.
En Él se cumple el camino de la revelación de Dios comenzado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, es a la vez "mediador y plenitud de toda la Revelación" (Constitución Dogmática. Dei Verbum, 2), y en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos enseña el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn 17,6.26).
El término "nombre de Dios" significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, se había hecho invocar, había dado una señal concreta de su "existencia" entre los hombres. Todo esto encuentra cumplimiento y plenitud en Jesús: Él inaugura de forma nueva la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14:9).
El Cristianismo –dice San Bernardo– es la "religión de la Palabra de Dios", no de, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición de la patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rom 9,28, en referencia a Isaías 10:23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos dijo todo de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús incluso la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han venido desempeñando esta tarea, sobre todo Moisés, el libertador del, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define el Nuevo Testamento (cf. Gal 3:19; Hechos 7 , 35, Jn 1:17).
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es uno más de los mediadores entre Dios y el hombre, sino "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Heb 8:6; 9.15, 12.24), "un sólo, de hecho, es Dios - dice Pablo - y un solo uno el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesus"(1 Timoteo 2:5, Gálatas 3:19-20). En él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios como "Abba, Padre" en Él nos vienen dada la salvación.
El deseo de conocer a Dios realmente, es decir, de ver el rostro de Dios, está en todos los hombres, incluso en los ateos. Y nosotros tenemos este deseo consciente de ver quién es, qué es, qué es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo, así vemos la espalda y vemos, por fin, a Dios como a un amigo, su rostro en el rostro de Cristo.
Es importante que sigamos a Cristo pero no sólo cuando lo necesitamos y cuando encontramos un espacio de tiempo, entre los miles quehaceres de cada día, sino con nuestra vida. Toda nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Él, al amor hacia Él y en ella, el amor al prójimo debe tener asimismo un lugar central.
Ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil y en el que sufre. Ello es posible sólo si el verdadero rostro de Jesús se nos ha vuelto familiar, en la escucha de su Palabra –en el diálogo interior con su Palabra para que lo podamos encontrar a Él verdaderamente– y naturalmente en el Misterio de la Eucaristía.
En el Evangelio de San Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan. Pero preparados por el camino, preparados por la invitación que le hacen para que se quede con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones. Así ven al final a Jesús.
También para nosotros, la Eucaristía es, preparada por una vida en diálogo con Jesús, la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa que se cumpla el Reino de Dios.