En su homilía por la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, el 1 de enero de 2013, el Papa Benedicto XVI remarcó que el fundamento de la paz de los cristianos está en “ser hijos en el Hijo, y tener así, en el camino de la vida, la misma seguridad que el niño siente en los brazos de un Padre bueno y omnipotente”.
El Santo Padre subrayó que “nada puede quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y los sufrimientos de la vida”.
“De hecho, los sufrimientos, las pruebas y la oscuridad no corroen, sino acrecientan nuestra esperanza, una esperanza que no desilusiona porque ‘el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado’”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Benedicto XVI por la Solemnidad de María Santísima:
¡Queridos hermanos y hermanas!
“Dios nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros”. Así hemos aclamado con las palabras del Salmo 66, luego de haber escuchado en la primera Lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la Alianza. Es particularmente significativo que al inicio de cada año nuevo Dios proyecte sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el Nombre que viene pronunciado tres veces en la solemne formula de la bendición bíblica.
Y no es menos significativo que al Verbo de Dios- “que se hizo carne y habitó entre nosotros” como “la luz verdadera, aquella que ilumina a cada hombre” (Jn 1,9.14) - sea dado, ocho días después de su nacimiento - como nos narra el Evangelio de hoy- el nombre de Jesús (cfr Lc 2,21).
Es en este nombre que estamos aquí reunidos. Saludo cordialmente a todos los presentes, empezando por los Ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, con todos los componentes del Consejo Pontificio Justicia y Paz; estoy particularmente agradecido a ellos por su empeño en el difundir el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema: “Bienaventurados los operadores de la paz”.
No obstante el mundo esté aun lamentablemente marcado por “focos de tensión y de contraposición causados por crecientes desigualdades entre ricos y pobres, por el prevalecer de una mentalidad egoísta e individualista expresada por un capitalismo financiero disoluto”, además de diversas formas de terrorismo y de criminalidad, estoy convencido que “las múltiples obras de paz de las que el mundo es rico, testimonian la innata vocación de la humanidad hacia la paz.
En cada persona el deseo de paz es aspiración esencial y coincide en cierta manera, con el deseo de una vida humana plena, feliz y bien realizada. El hombre está hecho para la paz que es don de Dios. Todo esto me ha sugerido de inspirarme para este Mensaje en las palabras de Jesucristo: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9)” (Mensaje, 1). Esta bienaventuranza “dice que la paz es don mesiánico y obra humana al mismo tiempo… Es paz con Dios, en el vivir según su voluntad. Es paz interior consigo mismo, y paz exterior con el prójimo y con todo lo creado” (ibid., 2 y 3). Si, la paz es el bien por excelencia a invocar como don de Dios, y al mismo tiempo, de construir con cada esfuerzo.
Nos podemos preguntar: ¿cuál es el fundamento, el origen, la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos experimentar en nosotros la paz, a pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta nos viene dada de las Lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobretodo aquel pasaje de Lucas, hace poco proclamado, nos proponen contemplar la paz interior de María, la Madre de Jesús. Por ella se cumplen, durante los días en los que “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), tantos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino también antes el viaje fatigoso de Nazaret a Belén, el no encontrar espacio en la posada, la búsqueda de un refugio improvisado en la noche; y luego el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores.
En todo esto, María no se descompone, no se agita, no es alterada por hechos más grandes que ella; simplemente considera, en silencio, cuanto acontece, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando con calma y serenidad. Es ésta la paz interior que quisiéramos tener en medio de los eventos, que a veces tumultuosos y confusos de la historia, de los que a menudo no entendemos el significado y que nos desconciertan.
El pasaje evangélico concluye con una referencia a la circuncisión de Jesús. Según la ley de Moisés, después de ocho días del nacimiento, un niño debía ser circuncidado, y en aquel momento le venía dado el nombre. Dios mismo, mediante su mensajero, había dicho a María- y también a José- que el nombre de dar al Niño era “Jesús” (cfr Mt 1,21; Lc 1,31); y así fue.
Aquel nombre que Dios había ya establecido antes aun que el Niño fuese concebido, ahora le es dado oficialmente al momento de la circuncisión. Y esto también marca de una vez para siempre la identidad de María: ella es “la madre de Jesús” o sea la madre del Salvador, de Cristo, del Señor. Jesús no es un hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las personas divinas, el Hijo de Dios: por ello la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos, esto es “Madre de Dios”.
La primera lectura nos recuerda que la paz es don de Dios y está ligada al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números, que repite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que por tres veces repite el nombre santo de Dios, el nombre impronunciable, y cada vez lo relaciona con dos verbos indicativos de una acción a favor del hombre: “Te bendiga el Señor y te custodie. El Señor haga resplandecer para ti su rostro y te dé gracia. El señor dirija hacia ti su rostro y te conceda paz” (6,24-26). La paz es por tanto el culmen de estas seis acciones de Dios en nuestro favor, en la que El dirige a nosotros el esplendor de su rostro.
Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de Dios es de suma felicidad: “lo colmas de alegría ante tu rostro”, dice el Salmista (Sal 21,7). De la contemplación del rostro de Dios nacen gozo, seguridad y paz. Pero ¿qué cosa significa concretamente contemplar el rostro del Señor, así como puede ser entendido en el Nuevo Testamento? Quiere decir conocerlo directamente, por cuanto sea posible en esta vida, mediante Jesucristo, en el cual se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios quiere decir penetrar en el misterio de su Nombre manifestado por Jesús, comprender algo de su vida íntima y de su voluntad, para que podamos vivir según su diseño de amor sobre la humanidad.
Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda Lectura, tomada de la Carta a los Gálatas (4,4 -7), hablando del Espíritu que, en el íntimo de nuestros corazones, exclama: “¡Abba! ¡Padre!”. Es el grito que brota de la contemplación del verdadero rostro de Dios, de la revelación del misterio del Nombre. Jesús afirma: “He manifestado tu nombre a los hombres” (Jn 17,6).
El Hijo de Dios haciéndose carne nos ha hecho conocer al Padre, nos ha hecho percibir en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través del don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho conocer que en El también nosotros somos hijos de Dios, como afirma San Pablo en el relato que hemos escuchado: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gál 4,6).
He aquí queridos hermanos, el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y tener así, en el camino de la vida, la misma seguridad que el niño siente en los brazos de un Padre bueno y omnipotente.
El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos concede la paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor dirige sobre nosotros su rostro, se muestra Padre y nos dona la paz. Aquí está el principio de aquella paz profunda - “paz con Dios”- que está ligada indisolublemente a la fe y a la gracia, como escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cfr Rm 5,2). Nada puede quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y los sufrimientos de la vida.
De hecho, los sufrimientos, las pruebas y la oscuridad no corroen, sino acrecientan nuestra esperanza, una esperanza que no desilusiona porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
Que la Virgen María, que hoy veneramos con el título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la Paz. Que nos sostenga y nos acompañe en este nuevo año: obtenga para nosotros y para el mundo entero el don de la paz. ¡Amen!