Cuando el gobierno presidido por la presidenta Cristina Fernández ha decidido expropiar el 51 por ciento de las acciones a la empresa española YPF, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, analiza el rol del Estado y el principio de subsidiariedad, en la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia.
En su reflexión en su habitual programa sabatino Claves para un Mundo Mejor, que se transmite por América TV, el Prelado dijo que "la intervención del Estado en la actividad económica de un país es uno de los temas clásicos de estudio o de discusión cuando se habla de la política económica o del régimen político en una sociedad determinada".
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"Sobre esto la Doctrina Social de la Iglesia tiene una posición muy clara enunciada desde los orígenes de la formulación moderna y que se ha ido desarrollando a lo largo de los años por obra de los Pontífices posteriores".
"La Doctrina Social de la Iglesia –explicó– reconoce el derecho del Estado a intervenir en la actividad económica cuando situaciones monopólicas ponen obstáculos al desarrollo o en circunstancias extraordinarias en las que al Estado le corresponde tener una función de suplencia precisamente en orden al bien común".
Además, dijo, la Iglesia "reconoce que estas intervenciones deben ser limitadas en su extensión y en su profundidad, para no cohibir la libertad de asociación y la libertad de actividad económica de los particulares, de las empresas o de los distintos grupos que integran la sociedad".
Esto se ilumina por el principio que se llama de subsidiariedad, que significa que el Estado no debe intervenir cuando las organizaciones intermedias y las personas, es decir las instancias menores o inferiores en el orden social, pueden realizar su cometido por su cuenta y cumplir con sus obligaciones en orden al bien común. Sí debe intervenir cuando esto falla".
El Arzobispo indicó que "aquí se observa la cuestión clásica de evitar dos extremos: por un lado el extremo de una libertad absoluta, en la que el Estado no tiene ningún papel o resulta absolutamente raquítico y no puede tutelar ya el bien común, y por otro lado, un Estado que se entromete cuando no corresponde, donde no debe, y que asfixia la actividad de las instancias inferiores, de personas y de organizaciones".
Señaló que "estamos entre un liberalismo absoluto y, lo que podríamos decir, un intervencionismo que ya es el colectivismo o el totalitarismo".
Mons. Aguer comentó pasajes de encíclicas de Juan Pablo II y manifestó que la enseñanza eclesial "quiere decir que la intervención del Estado se justifica en muchas circunstancias pero tiene que haber un contexto jurídico serio, firme, seguro, reglas claras de juego y además debe aventarse esa posibilidad siempre latente de la corrupción, del enriquecimiento ilícito o de la búsqueda fácil de beneficios. En suma lo que no solo significa un obstáculo concreto al desarrollo sino, en definitiva, una burla del bien común".
"Entonces, el problema es cuando el Estado pierde su jerarquía, cuando el Estado queda como colonizado por algunos particulares. Tampoco se debe confundir al Estado con el Gobierno. El Estado es en todo caso la representación pública, jurídica, política de una comunidad y tiene que cumplir con seriedad, con solemnidad –diría yo- su función".
Por eso, continuó, "también se requiere un respeto de esa instancia cuando ese respeto es merecido. Es decir, cuando hay una continuidad de seguridad jurídica, de intervención limitada, siempre buscando el bien común y cuando, además, la actividad del Estado tiende a suscitar una intensa participación de toda la sociedad".
Finalmente el Arzobispo afirmó que esto se comprende "en una concepción orgánica de la sociedad en la que el individuo no queda aislado frente a un Estado poderoso sino que tiene instancias de participación, se inserta en la familia, en distintas agrupaciones profesionales de distinta índole de tal manera que el conjunto asegura la libertad y, al mismo tiempo, la búsqueda sincera y concorde del bien común".