Diversos medios de prensa recogieron versiones parciales de las respuestas que el Papa Benedicto XVI dio a los párrocos de Roma, uno de los cuales preguntó sobre el juicio final y la posibilidad del infierno.

En respuesta a los recuentos periodísticos parciales, incluso algunos de ellos estableciendo una supuesta "contradicción" entre las enseñanzas de Benedicto XVI y Juan Pablo II sobre este tema, el Vaticanista del diario L'Espresso, Sandro Magister ha reproducido textualmente lo que el Pontífice respondió a cada una de las preguntas.

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El texto completo se encuentra en la página del periodista:

http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/189547?sp=y

A continuación, la respuesta íntegra del Santo Padre a la pregunta sobre el juicio y el infierno.

P. –  Juicio final, infierno, paraíso. Las verdades que hay que retomar. Al faltar estas partes esenciales del Credo, ¿No le parece que se derrumba el dogma de la redención de Cristo?

R. – Usted ha mencionado justamente temas fundamentales de la fe que, lamentablemente, aparecen raras veces en nuestra predicación. En la encíclica "Spe salvi" he querido hablar también del juicio último y universal, y en este contexto también del purgatorio, del infierno y del paraíso. Pienso que todos nosotros estamos golpeados todavía por la objeción de los marxistas, según la cual los cristianos solamente han hablado del más allá y han descuidado la tierra. Por eso queremos demostrar que realmente nos esforzamos por las cosas de la tierra y no somos personas que hablan de realidades lejanas que no ayudan a resolver los problemas de la tierra.

Ahora bien, si bien es justo mostrar que los cristianos trabajan por la tierra — y todos nosotros estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios —, no debemos olvidar la otra dimensión. Si no la tenemos en cuenta, no trabajamos bien para la tierra.

Mostrar esto ha sido para mí una de las metas fundamentales al escribir la encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, cuando no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación. Entonces el hombre no trabaja bien para la tierra, porque en definitiva pierde los criterios, no se conoce más a sí mismo al no conocer a Dios, y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: tomaremos las cosas en nuestras manos, no descuidaremos más la tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto y fraterno. Pero por el contrario, han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el comunismo, los que han prometido construir el mundo tal como debería haber sido y que, por el contrario, han destruido el mundo.

En las visitas "ad limina" de los obispos de los países ex-comunistas, veo siempre de nuevo como en esas tierras han quedado destruidos no sólo el planeta y la ecología, sino sobre todo y más gravemente las almas. Reencontrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es el primer trabajo de reedificación de la tierra. Ésta es la experiencia común de esos países. La reedificación de la tierra, respetando el grito de sufrimiento de este planeta, se puede realizar solamente reencontrando a Dios en el alma, con los ojos abiertos hacia Dios.

Por eso, usted tiene razón: debemos hablar de todo esto, precisamente por la responsabilidad que tenemos respecto a la tierra y respecto a los hombres que hoy viven en ella. Debemos hablar también y precisamente del pecado como posibilidad de destruirnos a nosotros mismos y de este modo a todas las otras cosas de la tierra.

En la encíclica he buscado demostrar que justamente el juicio último de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo, pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasado, todas las personas injustamente atormentadas y asesinadas. Sólo Dios mismo puede crear la justicia, la cual debe ser justicia para todos, también para los muertos. Y, como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne – a la que él considera irreal – podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán iguales.

Hoy se ha tornado habitual pensar: ¿qué es el pecado? Dios es grande, nos conoce, en consecuencia el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos. Ésta es una bella esperanza, pero existe la justicia y existe la culpa verdadera. Los que han destruido al hombre y a la tierra no pueden sentarse imprevistamente en la mesa de Dios, junto con sus víctimas.

Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso me pareció importante escribir en la encíclica también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no puede faltar.

He intentado decir: quizás no sean tantos los que se han destruido de este modo y que son insanables para siempre, quienes no tienen más algún elemento sobre el que pueda apoyarse el amor de Dios, ya que no tienen más en sí mismos un mínimo de capacidad para amar. Esto sería el infierno.

Por otra parte, son ciertamente pocos – o mejor dicho, no demasiados – los que son tan puros como para poder entrar inmediatamente en comunión con Dios.

Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sanable en nosotros, que haya en nosotros una voluntad última de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir como Dios quiere. Pero hay tantas y tantas heridas, tanta inmundicia. Tenemos necesidad de estar preparados, de ser purificados. Ésta es nuestra esperanza: a pesar de la inmundicia que haya en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con su bondad, la cual viene de su cruz. De este modo, nos hace capaces de estar eternamente con Él.

En este sentido, el paraíso es la esperanza, es la justicia finalmente realizada. Y nos da también los criterios para vivir, para que este tiempo sea de alguna manera el paraíso, o bien que sea una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, aparece un poco del paraíso en el mundo, lo cual es visible.

Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir la senda de los mandamientos, de los cuales debemos hablar más. Éstos son realmente indicadores del camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo elegir la vida. Por eso debemos hablar también del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería recomenzar, que debería ser purificado. Ésta es la realidad maravillosa que nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser [hombres] nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo, y de este modo nosotros podemos recomenzar también con los otros en nuestra vida.

Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantas equivocaciones, después de tantos pecados, es la gran promesa y el gran don que ofrece la Iglesia, y que la psicoterapia, por ejemplo, no puede ofrecer. La psicoterapia está hoy tan difundida y es también tan necesaria frente a tantas psiquis destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: solamente puede buscar equilibrar un poco al alma desequilibrada, pero no puede ofrecer una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Por eso permanece siempre como una solución provisoria, jamás es definitiva.

El sacramento de la penitencia nos da la ocasión de renovarnos a fondo con la fuerza de Dios — "ego te absolvo" — que es posible porque Cristo ha cargado sobre sus espaldas estos pecados y estas culpas. Me parece que esto es hoy justamente una gran necesidad: que podamos ser sanados nuevamente. Las almas que están heridas y enfermas, como lo constata la experiencia de todos, tienen necesidad no sólo de consejos, sino de una verdadera renovación que sólo puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece que éste es el gran nexo de los misterios que en definitiva inciden realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos volver a meditarlos y, de este modo, hacerlos llegar de nuevo a nuestra gente.