Al recibir este mediodía en el Vaticano a los participantes de la 56° Convención Nacional promovida por la Unión de Juristas Católicos Italianos sobre el tema “La laicidad y las laicidades”, el Papa Benedicto XVI expuso y defendió el concepto de “sana laicidad” y denunció la distorsión e ideologización que de la “autonomía de las realidades temporales” propugna el “laicismo” que excluye o rechaza a Dios y la religión.
Al constatar que en la actualidad “hay múltiples maneras de entender y de vivir la laicidad, maneras a veces opuestas y hasta contradictorias entre ellas”, el Santo Padre señaló que este concepto ha asumido en los tiempos modernos “la exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento en el ámbito privado y de la conciencia individual. Es así que al término laicidad se haya atribuido una acepción ideológica opuesta a aquella que tenía originalmente”.
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Según esta acepción, continuó, “la laicidad se expresaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir en temáticas relativas a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad implicaría además la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desarrollo de las funciones propias de la comunidad política”.
“En base a estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de tal concepción hay una visión areligiosa de la vida, del pensamiento y de la moral: una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación”.
Sana laicidad: legítima autonomía de las realidades terrestres
Ante esta situación, el Pontífice alentó a los cristianos a “contribuir en elaborar un concepto de laicidad que, por un lado, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia el lugar que a ellos espera en la vida humana, individual y social y, por otro lado, afirme y respete la legítima autonomía de las realidades terrestres”, es decir “a que las cosas creadas y la misma sociedad tienen leyes y valores propios, que el hombre gradualmente debe descubrir, usar y ordenar”.
Tras asegurar la legitimidad de tal autonomía, Benedicto XVI rechazó el concepto de “autonomía de las realidades temporales” que entiende que “las cosas creadas no dependen de Dios, y que el hombre puede disponer sin referirlas al Creador”.
Según el Santo Padre, esta recta autonomía es la base doctrinal de aquella “sana laicidad” que implica la efectiva autonomía de las realidades terrenas, no ciertamente del orden moral, sino de la esfera eclesiástica.
“No puede ser, por lo tanto, la Iglesia quien indique el orden político y social que se deba preferir, sino es el pueblo que debe decidir libremente los mejores modos y más aptos de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en tal campo sería una indebida injerencia. Por otra parte, la ‘sana laicidad’ implica que el Estado no considere a la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al solo ámbito privado. Al contrario, la religión, estando también organizada en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, es reconocida como presencia comunitaria pública”.
Cuando la laicidad degenera en laicismo
“Esto implica además –continuó el Papa– que a toda confesión religiosa (siempre y cuando no contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto –espiritual, cultural, educativo y caritativo– de la comunidad de los creyentes”.
A la luz de estas consideraciones, Benedicto XVI señaló que “no es verdadera expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad a toda forma de relevancia política y cultural de la religión; a la presencia, en particular, de todo símbolo religioso en las instituciones públicas”.
En esa misma línea, el Papa precisó que “tampoco es signo de sana laicidad el rechazo a la comunidad cristiana, y a aquellos que legítimamente la representan, del derecho de pronunciarse sobre problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y juristas”.
“No se trata, de hecho, de la indebida injerencia de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su libertad”, concluyó el Papa.