A continuación, el texto preparado por el Papa Francisco y difundido por el Vaticano para la Audiencia General de este miércoles, que no se ha celebrado debido a la convalecencia del Pontífice en Santa Marta, su residencia en el Vaticano. El Santo Padre se detiene en el encuentro entre Jesús y la mujer samaritana, relatado en el capítulo 4 del Evangelio de san Juan.

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Después de haber meditado sobre el encuentro de Jesús con Nicodemo, quien había ido a buscar a Jesús, hoy reflexionamos sobre aquellos momentos en los que parece que Él nos estaba esperando justo allí, en ese cruce de nuestro camino. 

Son encuentros que nos sorprenden, y al principio tal vez somos un poco desconfiados: tratamos de ser prudentes y entender lo que está sucediendo. Esta probablemente fue también la experiencia de la mujer samaritana, de la que se habla en el capítulo cuarto del Evangelio de Juan (cf. 4,5-26). Ella no esperaba encontrar a un hombre en el pozo al

mediodía, sino que esperaba no encontrar a nadie. De hecho, va a buscar agua al pozo a una hora inusual, cuando hace mucho calor. Quizá esta mujer se avergüenza de su vida, quizá se ha sentido juzgada, condenada, no comprendida, y por eso se ha aislado, ha roto las relaciones con todos.

Para ir a Galilea desde Judea, Jesús podría haber elegido otro camino y no atravesar Samaria. Habría sido incluso más seguro, dadas las tensas relaciones entre judíos y samaritanos. En cambio, ¡Él quiere pasar por allí y se detiene en ese pozo justo a esa hora! Jesús nos espera y se hace encontrar justo cuando pensamos que ya no hay esperanza para nosotros. 

El pozo, en el antiguo Oriente Medio, es un lugar de encuentro, donde a veces se conciertan matrimonios, es un lugar de compromiso. Jesús quiere ayudar a esta mujer a comprender dónde buscar la verdadera respuesta a su deseo de ser amada.

El tema del deseo es fundamental para entender este encuentro. Jesús es el primero en expresar su deseo: «¡Dame de beber!» (v. 10). Con tal de entablar un diálogo, Jesús se muestra débil, así hace que la otra persona se sienta cómoda, hace que no se asuste. La sed es a menudo, también en la Biblia, la imagen del deseo. Pero Jesús aquí tiene sed ante todo de la salvación de esa mujer. 

«El que pedía de beber —dice San Agustín— tenía sed de la fe de esta mujer».[1]

Si Nicodemo había ido a Jesús de noche, aquí Jesús se encuentra con la samaritana al mediodía, el momento en que hay más luz. De hecho, es un momento de revelación. Jesús se da a conocer ante ella como el Mesías y, además, arroja luz sobre su vida. La ayuda a releer de una manera nueva su historia, que es complicada y dolorosa: ha tenido cinco maridos y ahora está con un sexto que no es su marido. 

El número seis no es casual, sino que suele indicar imperfección. Quizá sea una alusión al séptimo esposo, el que finalmente podrá saciar el deseo de esta mujer de ser amada de verdad. Y ese esposo solo puede ser Jesús.

Cuando se da cuenta de que Jesús conoce su vida, la mujer cambia el tema a la cuestión religiosa que dividía a judíos y samaritanos. Esto nos pasa a veces también a nosotros cuando rezamos: en el momento en que Dios toca nuestra vida con sus problemas, a veces nos perdemos en reflexiones que nos dan la ilusión de un rezo exitoso. En realidad, hemos levantado barreras de protección. 

Pero el Señor es siempre más grande, y a aquella mujer samaritana, a la que según los esquemas culturales ni siquiera debería haberle dirigido la palabra, le regala la revelación más alta: le habla del Padre, que debe ser adorado en espíritu y en verdad. Y cuando ella, sorprendida una vez más, observa que es mejor esperar al Mesías para estas cosas, Él le dice: «Soy yo, el que habla contigo» (v. 26). 

Es como una declaración de amor: Aquel a quien esperas soy yo; Aquel que puede responder finalmente a tu deseo de ser amada.

En ese momento, la mujer corre a llamar a la gente del pueblo, porque es precisamente de la experiencia de sentirse amada de donde surge la misión. ¿Y qué anuncio podría haber llevado si no su experiencia de ser comprendida, acogida, perdonada? 

Es una imagen que debería hacernos reflexionar sobre nuestra búsqueda de nuevas formas de evangelizar. Como una persona enamorada, la samaritana olvida su ánfora a los pies de Jesús. El peso de esa ánfora sobre su cabeza, cada vez que volvía a casa, le recordaba su condición, su vida atribulada. 

Pero ahora el ánfora está depositada a los pies de Jesús. El pasado ya no es una carga; ella está reconciliada. Y lo mismo nos pasa a nosotros: para ir a anunciar el Evangelio, primero tenemos que dejar la carga de nuestra historia a los pies del Señor, entregarle la carga de nuestro pasado. 

Solo las personas reconciliadas pueden llevar el Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, ¡no perdamos la esperanza! Aunque nuestra historia nos parezca pesada, complicada, tal vez incluso arruinada, siempre tenemos la posibilidad de entregarla a Dios y comenzar de nuevo nuestro camino. ¡Dios es misericordia y siempre nos espera!