El Papa Francisco ha dirigido una carta a los obispos de Estados Unidos en la que expresa su firme desacuerdo con los programas de deportación masiva llevados a cabo por el Gobierno de Donald Trump y exhorta a los católicos a “no ceder ante las narrativas que discriminan” a los migrantes.

A continuación, la carta del Papa Francisco:

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Queridos hermanos en el episcopado: 

Les dirijo unas palabras, en estos delicados momentos que viven como Pastores del Pueblo de  Dios que camina en los Estados Unidos de América. 

1. El itinerario de la esclavitud a la libertad que el Pueblo de Israel recorrió, tal y como lo  narra el libro del Éxodo, nos invita a mirar la realidad de nuestro tiempo, tan claramente marcada por el fenómeno de la migración, como un momento decisivo de la Historia para reafirmar no sólo nuestra  fe en un Dios siempre cercano, encarnado, migrante y refugiado, sino la dignidad infinita y trascendente de toda persona humana. 

2. Estas palabras con las que comienzo no están articuladas artificialmente. Incluso un  examen somero de la Doctrina social de la Iglesia exhibe con gran fuerza que Jesucristo es el  verdadero Emanuel (cf. Mt 1,23), por lo que no ha vivido al margen de la experiencia difícil de ser  expulsado de su propia tierra a causa de un inminente riesgo de vida, y de la experiencia de tener que  refugiarse en una sociedad y en una cultura ajenas a las propias. El Hijo de Dios, al hacerse hombre, también eligió vivir el drama de la inmigración. Me gusta recordar, entre otras, las palabras con las que el Papa Pío XII iniciaba su Constitución apostólica sobre el cuidado de los migrantes, que se considera como la carta magna del pensamiento de la Iglesia sobre las migraciones: 

“La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las  persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los  amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras”.

3. Asimismo, Jesucristo, amando a todos con un amor universal, nos educa en el  reconocimiento permanente de la dignidad de cada ser humano, sin excepción. De hecho, cuando  hablamos de “dignidad infinita y trascendente”, queremos subrayar que el valor más decisivo que  posee la persona humana, rebasa y sostiene toda otra consideración de carácter jurídico que pueda  hacerse para regular la vida en sociedad. Por lo tanto, todos los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos llamados a mirar la legitimidad de las normas y de las políticas públicas a  la luz de la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, no viceversa.

4. He seguido con atención la importante crisis que está teniendo lugar en los Estados  Unidos con motivo del inicio de un programa de deportaciones masivas. La conciencia rectamente  formada no puede dejar de realizar un juicio crítico y expresar su desacuerdo con cualquier medida  que identifique, de manera tácita o explícita, la condición ilegal de algunos migrantes con la criminalidad. Al mismo tiempo, se debe reconocer el derecho de una nación a defenderse y mantener  a sus comunidades a salvo de aquellos que han cometido crímenes violentos o graves mientras están  en el país o antes de llegar. Dicho esto, el acto de deportar personas que en muchos casos han dejado  su propia tierra por motivos de pobreza extrema, de inseguridad, de explotación, de persecución o por  el grave deterioro del medio ambiente, lastima la dignidad de muchos hombres y mujeres, de familias  enteras, y los coloca en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión. 

5. Esta cuestión no es menor: un auténtico estado de derecho se verifica precisamente en  el trato digno que merecen todas las personas, en especial, los más pobres y marginados. El verdadero  bien común se promueve cuando la sociedad y el gobierno, con creatividad y respeto estricto al  derecho de todos —como he afirmado en numerosas ocasiones—, acogen, protegen, promueven e  integran a los más frágiles, desprotegidos y vulnerables. Esto no obsta para promover la maduración  de una política que regule la migración ordenada y legal. Sin embargo, la mencionada “maduración”  no puede construirse a través del privilegio de unos y el sacrificio de otros. Lo que se construye a  base de fuerza, y no a partir de la verdad sobre la igual dignidad de todo ser humano, mal comienza  y mal terminará. 

6. Los cristianos sabemos muy bien que, sólo afirmando la dignidad infinita de todos,  nuestra propia identidad como personas y como comunidades alcanza su madurez. El amor cristiano  no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos.  Dicho de otro modo: ¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con  algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la  relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su  identidad y vocación. El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos  meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37), es decir,  meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción.

7. Preocuparse por la identidad personal, comunitaria o nacional, al margen de estas  consideraciones, fácilmente introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone  la voluntad del más fuerte como criterio de verdad. 

8. Reconozco el valioso esfuerzo de ustedes, queridos obispos de Estados Unidos, cuando  trabajan de manera cercana con los migrantes y refugiados, anunciando a Jesucristo y promoviendo  los derechos humanos fundamentales. ¡Dios premiará abundantemente todo lo que hagan a favor de  la protección y defensa de quienes son considerados menos valiosos, menos importantes o menos  humanos! 

9. Exhorto a todos los fieles de la Iglesia católica, y a todos los hombres y mujeres de  buena voluntad, a no ceder ante las narrativas que discriminan y hacen sufrir innecesariamente a  nuestros hermanos migrantes y refugiados. Con caridad y claridad todos estamos llamados a vivir en  solidaridad y fraternidad, a construir puentes que nos acerquen cada vez más, a evitar muros de  ignominia, y a aprender a dar la vida como Jesucristo la ofrendó, para la salvación de todos. 

10. Pidamos a la Santísima Virgen María de Guadalupe que proteja a las personas y a las  familias que viven con temor o con dolor la migración y/o la deportación. Que la “Virgen morena”, que supo reconciliar a los pueblos cuando estaban enemistados, nos conceda a todos reencontrarnos  como hermanos, al interior de su abrazo, y dar así un paso adelante en la construcción de una sociedad  más fraterna, incluyente y respetuosa de la dignidad de todos.