Ofrecemos a continuación la homilía completa del Papa Francisco, pronunciada en la Misa que presidió en la Basílica de San Pedro en el Vaticano por la Solemnidad de la Epifanía del Señor 2025.

«Vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2): de esto dan fe los Magos a los habitantes de Jerusalén, anunciándoles que ha nacido el rey de los judíos. Los Magos testimonian que se pusieron en camino, lo que cambió sus vidas, porque vieron en el cielo una nueva luz.

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Quisiera que reflexionáramos sobre esta imagen, mientras celebramos la Epifanía del Señor en el Jubileo de la esperanza; y me gustaría subrayar tres características de la estrella de la que nos habla el evangelista San Lucas: la estrella es luminosa, la estrella es visible para todos e indica un camino.

En primer lugar, la estrella es luminosa. Muchos soberanos, en el tiempo de Jesús, se hacían llamar “estrellas”, porque se sentían importantes, poderosos y famosos. Pero no fue la luz de ninguno de ellos la que reveló a los Magos el milagro de la Navidad.

El esplendor, artificial y frío que ellos tenían, fruto de cálculos y juegos de poder, no fue capaz de responder a la necesidad de novedad y esperanza de estas personas en búsqueda. En su lugar lo hizo otro tipo de luz, simbolizada en la estrella, que ilumina y da calor quemándose y dejándose consumir.

La estrella nos habla de la única luz que puede indicarnos a todos el camino de la salvación y de la felicidad: esa es la del amor. Esa es la única luz que nos hará felices. Ante todo, el amor de Dios, que haciéndose hombre se nos ha dado sacrificando su propia vida.

Luego, como reflejo, el amor con el que también nosotros estamos llamados a entregarnos mutuamente, convirtiéndonos con su ayuda en signo recíproco de esperanza, incluso en las noches oscuras de la vida. Podemos pensar en esto ¿nosotros somos luminosos, somos capaces de dar esperanza a los demás con la luz de nuestra fe?

Como la estrella, que con su resplandor guio a los Magos a Belén; así también nosotros, con nuestro amor, podemos llevar a Jesús a las personas que encontramos, haciéndoles conocer, en el Hijo de Dios hecho hombre, la belleza del rostro del Padre y su modo de amar, que es cercanía, compasión y ternura. No nos olvidemos jamás de esto. Dios es cercano, compasivo y tierno.

Y para ello no necesitamos instrumentos extraordinarios ni medios sofisticados, sino haciendo que nuestros corazones brillen en la fe, que nuestras miradas sean generosas en la acogida y que nuestros gestos y palabras fraternas estén llenos de amabilidad y humanidad.

Por eso, mientras miramos a los Magos que, con los ojos fijos en el cielo buscan la estrella, pidamos al Señor que seamos, los unos para los otros, luces que lleven al encuentro con Él (cf. Mt 5,14-16). Realmente es muy feo cuando una persona no es luz para los demás.

Llegamos así a la segunda característica de la estrella: esta es visible para todos. Los Magos no siguen las indicaciones de un código secreto, más bien a un astro que ven brillar en el firmamento. Ellos lo notan; otros, como Herodes y los escribas, ni siquiera se dan cuenta de su presencia.

La estrella, sin embargo, siempre permanece allí, accesible a cualquiera que levante la mirada al cielo, en busca de un signo de esperanza. ¿Yo acaso soy un signo de esperanza para los demás? También este es un mensaje importante: Dios no se revela a círculos exclusivos o a unos pocos privilegiados, sino que ofrece su compañía y su guía a quien lo busca con corazón sincero (cf. Sal 145,18).

Es más, a menudo se anticipa a nuestras propias preguntas, y viene a buscarnos incluso antes de que se lo pidamos (cf. Rm 10,20; Is 65,1). Precisamente por esto, en el pesebre, representamos a los Magos con características que abarcan todas las edades y todas las razas —un joven, un adulto, un anciano, con los rasgos físicos de los diversos pueblos de la tierra—, para recordarnos que Dios busca a todos, siempre.

Y cuánto bien nos hace hoy meditar sobre esto, en un mundo donde las personas y las naciones, aunque dotadas de medios de comunicación cada vez más poderosos, parecen estar menos dispuestas a entenderse, aceptarse y encontrarse en su diversidad.

La estrella, que en el cielo ofrece su luz a todos, nos recuerda que Dios, haciéndose hombre, viene al mundo para encontrarse con todo hombre y mujer de la tierra, sin importar la etnia, la lengua o el pueblo al que pertenezcan (cf. Hch 10,34-35; Ap 5,9), y que a nosotros nos confía la misma misión universal (cf. Is 60,3).

O sea que nos llama a poner fin a cualquier forma de preferencia, marginación o rechazo de las personas; y a promover entre nosotros y en los ambientes en que vivimos, una fuerte cultura de la acogida en la que los cerrojos del miedo y del rechazo sean reemplazados por los espacios abiertos del encuentro, de la integración y del compartir: lugares seguros, donde todos puedan encontrar calor y refugio.

Por eso la estrella está en el cielo. No para permanecer lejana e inalcanzable, sino para que su luz sea visible a todos, para que llegue a cada casa y rompa todas las barreras, llevando esperanza hasta los rincones más remotos y olvidados del planeta.

Está en el cielo para decir a todos, con su luz generosa, que Dios no se niega a nadie y no olvida a nadie (cf. Is 49,15). Porque es un Padre cuya alegría más grande es ver a sus hijos que vuelven a casa, unidos, de todas partes del mundo (cf. Is 60,4). Verlos tender puentes, allanar senderos, buscar a los perdidos y cargar sobre sus hombros a los que tienen dificultades para caminar. Para que nadie quede fuera y todos participen en la alegría de su casa.

La estrella nos habla del sueño de Dios: que toda la humanidad, en la riqueza de sus diferencias, llegue a formar una sola familia, y que viva unida en la prosperidad y la paz (cf. Is 2,2- 5).

Y de aquí pasamos a la última característica de la estrella: que es la de indicar un camino. También este es un tema de reflexión importante, especialmente en el contexto del Año santo que estamos celebrando, donde uno de los gestos característicos es la peregrinación.

La luz de la estrella nos invita a realizar un viaje interior que, como escribía san Juan Pablo II para el gran Jubileo del 2000, libere nuestro corazón de todo lo que no es caridad, para «encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en Él y recibiendo la abundancia de su misericordia» (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados con la Historia de la Salvación, 29 junio 1999, 12).

Caminar juntos «es un gesto típico de quienes buscan el sentido de la vida» (cf. Bula Spes non confundit, 5). Y nosotros, contemplando la estrella, podemos renovar también nuestro compromiso de ser hombres y mujeres “del Camino”, como se definían los cristianos en los orígenes de la Iglesia (cf. Hch 9,2), animados siempre por una sana inquietud, que nos impulse a buscar nuevas ocasiones para ensanchar nuestros corazones e intensificar los vínculos que nos unen los unos a los otros en la caridad.

Que el Señor nos transforme así en luces que nos guíen a Él; como María, generosos en la entrega, abiertos en la acogida y humildes al caminar juntos; para que podamos encontrarlo, reconocerlo y adorarlo. Y de este modo, tras encontrarlo, poder recomenzar renovados, llevando al mundo la luz de su amor.