A continuación, el discurso del Papa Francisco en el congreso “Religiosidad popular en el Mediterráneo” durante su visita a Córcega este 14 de diciembre:

Me complace encontrarlos aquí, en Ajaccio, al concluir el Congreso sobre la piedad popular en el Mediterráneo, que ha contado con la participación de muchos estudiosos y obispos provenientes de Francia y de otros países.

Recibe las principales noticias de ACI Prensa por WhatsApp y Telegram

Cada vez es más difícil ver noticias católicas en las redes sociales. Suscríbete a nuestros canales gratuitos hoy:

Las tierras bañadas por el mar Mediterráneo han pasado a la historia y han sido cuna de muchas civilizaciones que han alcanzado un notable desarrollo. Recordamos, en particular, la grecorromana y la judeocristiana, que atestiguan la relevancia cultural, religiosa e histórica de este gran “lago” en medio de tres continentes, de este mar único en el mundo que es el Mediterráneo.

No podemos olvidar que, en la literatura clásica, griega y latina, el Mediterráneo ha sido a menudo el escenario ideal para el nacimiento de mitos, cuentos y leyendas. Tampoco el hecho de que el pensamiento filosófico y las artes, junto con las técnicas de navegación, permitieron a las civilizaciones del Mare Nostrum desarrollar una cultura elevada, abrir vías de comunicación, construir infraestructura y acueductos y, más aún, sistemas jurídicos e instituciones de notable complejidad cuyos principios básicos siguen siendo válidos y actuales.

Entre el Mediterráneo y el Oriente Medio se originó una experiencia religiosa muy particular, vinculada al Dios de Israel, que se reveló a la humanidad e inició un incesante diálogo con su pueblo, que culminó en la singular presencia de Jesús, el Hijo de Dios. Él es el que dio a conocer de modo definitivo el rostro del Padre, Padre suyo y nuestro, y llevó a término la Alianza entre Dios y la humanidad.

Han pasado más de dos mil años desde la Encarnación del Hijo de Dios y muchas han sido las épocas y las culturas que se han sucedido. En algunos momentos de la historia la fe cristiana ha dado forma a la vida de los pueblos y de sus instituciones políticas, mientras hoy, especialmente en los países europeos, la pregunta sobre Dios parece desvanecerse, encontrándonos cada vez más indiferentes respecto a su presencia y su Palabra. Sin embargo, debemos ser cautos al analizar esta situación, para no dejarnos llevar por consideraciones precipitadas o juicios ideológicos que, a veces todavía hoy, contraponen cultura cristiana y cultura laica. Esto es un error.

Al contrario, es importante reconocer una apertura recíproca entre estos dos horizontes: los creyentes se abren siempre con mayor serenidad a la posibilidad de vivir la propia fe sin imponerla, vivirla como levadura en medio de la masa del mundo y de los ambientes en los que se encuentran. A su vez, los no creyentes o cuantos se han alejado de la práctica religiosa no son ajenos a la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la solidaridad; y a menudo, sin pertenecer a ninguna religión, portan en el corazón una sed grande, una interrogante de sentido que los lleva a interpelarse sobre el misterio de la vida y a buscar valores fundamentales para el bien común.

Es precisamente en este marco donde podemos apreciar la belleza y la importancia de la piedad popular (cf. S. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48). Ha sido san Pablo VI el que ha “cambiado el término”, en la Evangelii nuntiandi cambia “religiosidad” por “piedad” popular. Esa, por una parte, nos remite a la Encarnación como fundamento de la fe cristiana, que se manifiesta siempre en la cultura, la historia y los lenguajes de un pueblo, y se transmite por medio de los símbolos, las costumbres, los ritos y las tradiciones de una comunidad viva. Por otra parte, la práctica de la piedad popular atrae e involucra también a personas que están en el umbral de la fe, que no son practicantes asiduos y, sin embargo, descubren en ella la experiencia de las propias raíces y afectos, junto con los valores e ideales que consideran útiles para la propia vida y la sociedad.

La piedad popular, que expresa la fe con gestos simples y lenguajes simbólicos arraigados en la cultura del pueblo, revela la presencia de Dios en la carne viva de la historia, fortalece la relación con la Iglesia y a menudo se transforma en ocasión de encuentro, de intercambio cultural y de fiesta. Es curioso, una piedad que no sea festiva no tiene “un buen olor”, no es una piedad que venga del pueblo, es una piedad muy “destilada”. En este sentido, sus prácticas dan cuerpo a la relación con el Señor y a los contenidos de la fe. A este respecto, me gustaría mencionar una reflexión de Blaise Pascal que en un diálogo con un interlocutor ficticio, para ayudarlo a entender cómo llegar a la fe, le dice que no es suficiente multiplicar las pruebas de la existencia de Dios ni hacer esfuerzos intelectuales, sino más bien, ver a los que ya han avanzado en el camino, porque iniciaron poco a poco, «tomando agua bendita, haciendo decir misas» (Pensamientos, Madrid 1940, n. 233). Poco a poco se avanza. La piedad popular es una piedad que está implicada en la cultura, pero que no se confunde con la cultura. Y avanza poco a poco.

He aquí, pues, algo que no hay que olvidar: «En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo», y por lo tanto en ella «subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 123; 126), que trabaja en el santo Pueblo de Dios, que lo lleva adelante en el discernimiento cotidiano. Pensemos en el diácono Felipe, pobre, un día fue llevado [por el Espíritu] a un camino y escuchó a un pagano, siervo de la reina Candace de Etiopía, que leía al profeta Isaías, y no entendía nada. Se ha acercado: “¿comprendes?” —“No”. Y le ha anunciado el Evangelio. Y aquel hombre, que había recibido la fe en ese momento, llegando hacia donde había agua le dice: “Dígame Felipe, ¿usted me puede bautizar?, ¿aquí?, ¿ahora que hay agua? Y Felipe no le respondió: “No, debes tomar el curso, tienes que traer los padrinos, ambos casados por la Iglesia, debes hacer esto otro”. No, lo ha bautizado. El Bautismo es precisamente el don de la fe que Jesús nos da.

Debemos estar alertas para que la piedad popular no sea utilizada o instrumentalizada por grupos que pretenden fortalecer su propia identidad de manera polémica, alimentando particularismos, antagonismos y posturas o actitudes excluyentes. Todo esto no responde al espíritu cristiano de la piedad popular y nos interpela a todos, en particular a los pastores, para vigilar, discernir y promover una atención continua hacia las formas populares de la vida religiosa.

Cuando la piedad popular logra comunicar la fe cristiana y los valores culturales de un pueblo, uniendo corazones y amalgamando una comunidad, entonces se produce un fruto importante que influye en toda la sociedad, y también en las relaciones de las instituciones sociales, civiles y políticas con la Iglesia. La fe no es un hecho privado, debemos estar alertas a esta evolución, yo diría herética, de la privatización de la fe; los corazones se amalgaman y siguen adelante. Un hecho que se consuma en el santuario de la conciencia, que ―si pretende ser plenamente fiel a sí misma― implica un compromiso y un testimonio hacia todos, para el crecimiento humano, el progreso social y el cuidado de la creación, como signo de la caridad. Precisamente por esto, de la profesión de la fe cristiana y de la vida comunitaria animada por el Evangelio y los sacramentos, han surgido a lo largo de los siglos innumerables obras de solidaridad e instituciones como hospitales, escuelas, centros asistenciales ―¡en Francia son muchas!―, en las que los creyentes se han comprometido en beneficio de los necesitados y han contribuido al crecimiento del bien común. La piedad popular, las procesiones y rogativas, las actividades caritativas de las cofradías, el rezo comunitario del santo Rosario y otras formas de devoción pueden alimentar esta —me permito calificarla así— “ciudadanía constructiva” de los cristianos. La piedad popular nos da esta ciudadanía constructiva.

A veces algunos intelectuales, algunos teólogos, no entienden esto. Recuerdo que una vez fui durante una semana al norte de Argentina, a Salta, donde se celebra la festividad del Señor del Milagro. Toda la provincia se reúne en el Santuario, todos se confiesan, desde el Alcalde hasta cada uno, porque tienen esta Piedad adentro. Yo iba siempre a confesar. Era un trabajo duro porque toda la gente se confesaba.  Y un día, a la salida, me encontré con un sacerdote que conocía: “Ah, estás aquí, ¿cómo estás?” – “¡Bien!”. Y cuando nos íbamos, en ese momento se acercó una señora con unas estampitas de santos en la mano y le dijo al cura, un buen teólogo: “Padre, ¿me las bendice?». El sacerdote, con gran teología, le dice: “Pero, señora, ¿ha ido usted a misa?”. —“Sí, padrecito”—. “¿Y sabe que al final de la Misa se bendice todo?”. —“Sí, padrecito”—. “¿Y sabe que la bendición de Dios viene de parte suya?” —“Sí, padrecito”—. En ese momento le llamó otro sacerdote: “Ah, ¿cómo estás?”. Y la señora que tantas veces había dicho —“Sí, padrecito” se dirigió a aquél: “¿Padrecito me las bendice?”. Hay una complicidad, una sana complicidad que busca la bendición del Señor y no acepta generalizaciones.

Al mismo tiempo, en el terreno común de esta audacia de hacer el bien, de pedir la bendición, los creyentes pueden encontrarse en un camino compartido también con las instituciones seculares, civiles y políticas, para trabajar juntos en favor de toda persona, empezando por los más desfavorecidos, para un crecimiento humano integral y la custodia de esta “Île de beauté”.

De ello, surge la necesidad de desarrollar un concepto de laicidad que no sea estático y rígido, sino evolutivo y dinámico, capaz de adaptarse a situaciones diversas o inesperadas, y de promover la colaboración constante entre las autoridades civiles y eclesiásticas para el bien de toda la colectividad, permaneciendo cada uno dentro de los límites de sus propias competencias y espacio.

Benedicto XVI ha afirmado: una sana laicidad «significa liberar la religión del peso de la política y enriquecer la política con las aportaciones de la religión, manteniendo la distancia necesaria, la clara distinción y la colaboración indispensable entre las dos. […] Dicha sana laicidad garantiza que la política actúe sin instrumentalizar a la religión, y que se pueda vivir libremente la religión sin el peso de políticas dictadas por intereses, a veces poco conformes, y con frecuencia hasta contrarios a las creencias religiosas. Por consiguiente, la sana laicidad (unidad-distinción) es necesaria, más aún indispensable para las dos» (Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio Oriente, 29). Así Benedicto XVI: una sana laicidad, pero junto a una religiosidad. Los campos se respetan.

De esta manera se podrán aprovechar más las energías y sinergias, sin prejuicios y sin oposiciones de principio, en un diálogo abierto, franco y fructífero.

Queridos hermanas y hermanos, la piedad popular, muy arraigada aquí en Córcega —y no es superstición—, pone de relieve los valores de la fe y, al mismo tiempo, manifiesta el rostro, la historia y la cultura de los pueblos. En este entrelazamiento, sin confusiones, se configura el diálogo constante entre el mundo religioso y el laico, entre la Iglesia y las instituciones civiles y políticas. Ustedes llevan mucho tiempo trabajando sobre este tema, es ya una tradición, y son un ejemplo virtuoso en Europa. ¡Sigan adelante! Y quisiera animar a los jóvenes a participar aún más activamente en la vida socio-cultural y política, con el impulso de los ideales más sanos y la pasión por el bien común. Asimismo, exhorto a los pastores y a los fieles, a los políticos y a quienes tienen responsabilidades públicas a permanecer siempre cercanos al pueblo, escuchando sus necesidades, comprendiendo sus sufrimientos e interpretando sus esperanzas, porque toda autoridad sólo crece en la proximidad. Los pastores deben tener esta cercanía; cercanía con Dios, cercanía con los otros pastores, cercanía con los sacerdotes, cercanía con el pueblo. Los que son así de cercanos, son los verdaderos pastores. Pero el pastor que no tiene esta cercanía, ni con la historia ni la cultura, es simplemente “Monsieur l’Abbé”. No es un pastor. Debemos distinguir estas dos modalidades de desarrollar la pastoral.

Espero que este Congreso sobre la piedad popular los ayude a redescubrir las raíces de su fe y los impulse a un compromiso renovado en la Iglesia y en la sociedad civil, al servicio del Evangelio y del bien común de todos los ciudadanos.

Que María, Madre de la Iglesia, los acompañe y asista en su camino. Muchas gracias.