La visita del Papa Francisco a Córcega estuvo marcada por el encuentro “Religiosidad Popular en el Mediterráneo”, un evento que reunió a obispos de Francia, Italia y España, donde el Pontífice afirmó que la fe popular “revela la presencia de Dios en la carne viva de la historia”.
En su traslado al Palacio de Congresos y Exposiciones de Ajaccio, el Santo Padre se detuvo en el Baptisterio de Saint-Jean, que data del siglo VI y fue hallado en 2005 durante las excavaciones para construir un aparcamiento.
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Cientos de personas saludaron al Papa Francisco a su paso con el papamóvil por la calle y desde los balcones.
El Papa Francisco también saludó y bendijo a varios niños pequeños y mantuvo un emotivo encuentro con una mujer de 108 años que sostenía un cartel que decía que era la mujer más anciana de Ajaccio.
Al inicio de su discurso en el congreso, tras la bienvenida del Obispo de Ajaccio, Cardenal el Javier Bustillo, el Santo Padre posó su mirada en la historia y evolución del Mediterráneo, “un mar único en el mundo”.
Ante los participantes en el evento, el Pontífice hizo referencia a la secularización de Europa, donde “la pregunta sobre Dios parece desvanecerse, encontrándonos cada vez más indiferentes respecto a su presencia y su Palabra”.
Sin embargo, instó a analizar esta situación, “para no dejarnos llevar por consideraciones precipitadas o juicios ideológicos que, a veces todavía hoy, contraponen cultura cristiana y cultura laica”.
En este sentido, hizo referencia a los creyentes que viven “la propia fe sin imponerla”, así como los no creyentes que “no son ajenos a la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la solidaridad”.
Ante estos dos horizontes, precisó que se puede apreciar la belleza y la importancia de la piedad popular, “que se manifiesta siempre en la cultura, la historia y los lenguajes de un pueblo, y se transmite por medio de los símbolos, las costumbres, los ritos y las tradiciones de una comunidad viva”.
Asimismo, señaló que esta práctica atrae e involucra a personas que están en el umbral de la fe, que no son practicantes asiduos y, sin embargo, “descubren en ella la experiencia de las propias raíces y afectos, junto con los valores e ideales que consideran útiles para la propia vida y la sociedad”.
“La piedad popular, que expresa la fe con gestos simples y lenguajes simbólicos arraigados en la cultura del pueblo, revela la presencia de Dios en la carne viva de la historia, fortalece la relación con la Iglesia y a menudo se transforma en ocasión de encuentro, de intercambio cultural y de fiesta”, expresó el Pontífice.
Los riesgos de la piedad popular
Sobre la piedad popular, indicó también que se debe realizar un particular discernimiento teológico y pastoral, ya que existe el riesgo de que estas manifestaciones “se limiten a aspectos externos o folclóricos, sin llevar al encuentro con Cristo”.
Otro riesgo, añadió, “es que la piedad popular sea utilizada o instrumentalizada por grupos que pretenden fortalecer su propia identidad de manera polémica, alimentando particularismos, antagonismos y posturas o actitudes excluyentes”.
“Todo esto no responde al espíritu cristiano de la piedad popular y nos interpela a todos, en particular a los pastores, para vigilar, discernir y promover una atención continua hacia las formas populares de la vida religiosa”. Aunque, aclaró, la piedad debe ser festiva, puesto que "viene del pueblo".
"La fe no es un hecho privado"
Más adelante, subrayó que “la fe no es un hecho privado, que se consume en el santuario de la conciencia, sino que ―si pretende ser plenamente fiel a sí misma― implica un compromiso y un testimonio hacia todos, para el crecimiento humano, el progreso social y el cuidado de la creación, como signo de la caridad”.
Por ello, aclaró que la piedad popular puede alimentar la “ciudadanía constructiva” de los cristianos. El Pontífice aseguró además que, en muchas ocasiones, los teólogos e intelectuales no entienden este concepto.
En este contexto, señaló que surge la necesidad de desarrollar un concepto de “laicidad que no sea estático y rígido, sino evolutivo y dinámico, capaz de adaptarse a situaciones diversas o inesperadas, y de promover la colaboración constante entre las autoridades civiles y eclesiásticas para el bien de toda la colectividad, permaneciendo cada uno dentro de los límites de sus propias competencias y espacio”.
Se refirió a esto como una “laicidad sana” que promueva “un diálogo abierto, franco y fructífero” y constante entre el mundo religioso y el laico, entre la Iglesia y las instituciones civiles y políticas.
Por último, quiso animar a los jóvenes a participar aún más activamente en la vida socio-cultural y política, “con el impulso de los ideales más sanos y la pasión por el bien común”.