El Papa Francisco concluyó el ciclo de catequesis sobre El Espíritu Santo y la Esposa en la Audiencia General de este miércoles, en la que reflexionó sobre la esperanza como una certeza fundamentada en la fidelidad de Dios a sus promesas.

A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Hemos llegado al final de nuestras catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia. Dedicamos esta  última reflexión al título que hemos dado a todo el ciclo, es decir: “El Espíritu y la Esposa”. El Espíritu  Santo conduce al Pueblo de Dios hacia Jesús, nuestra Esperanza”. Este título se refiere a uno de los  últimos versículos de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, que dice: “El Espíritu y la Esposa dicen:  “¡Ven!”” (Ap 22,17). ¿A quién se dirige esta invocación? A Cristo resucitado. De hecho, tanto San Pablo  (cf. 1 Cor 16:22) como la Didaché, un escrito de la época apostólica, atestiguan que en las reuniones  litúrgicas de los primeros cristianos resonaba en arameo el grito “¡Maràna tha!”, que significaba  precisamente “¡Ven Señor!”. La oración a Cristo para que venga.

En aquella fase más antigua, la invocación tenía un trasfondo que hoy llamaríamos escatológico.  Expresaba, en efecto, la ardiente espera del regreso glorioso del Señor. Este grito y la expectación que expresa nunca se han desvanecido en la Iglesia. Incluso hoy, en la Misa, inmediatamente  después de la consagración, proclama la muerte y resurrección de Cristo “en espera de su venida”. La Iglesia está en espera de la venida del Señor.

Pero esta espera de la venida última de Cristo no se ha quedado sola y única. A ella se ha unido  también la expectativa de su venida continua en la situación presente y peregrina de la Iglesia. Y es en  esta venida en la que la Iglesia piensa sobre todo cuando, animada por el Espíritu Santo, clama a Jesús:  “¡Ven!”. 

Se ha producido un cambio -o mejor dicho un desarrollo- lleno de significado con respecto al grito  “¡Ven, ven Señor!” en los labios de la Iglesia. Éste no se dirige habitualmente sólo a Cristo, ¡sino también al mismo  Espíritu Santo! Aquel que clama es ahora también Aquel a quien se clama. “¡Ven!” es la invocación con  la que comienzan casi todos los himnos y oraciones de la Iglesia dirigidos al Espíritu Santo: “Ven, oh  Espíritu Creador”, decimos en el Veni Creator, y “Ven, Espíritu Santo”, “Veni Sancte Spiritus”, en la secuencia de Pentecostés; y así en muchas otras oraciones. Y es justo que así sea, porque, después de la Resurrección, el Espíritu Santo es el verdadero “alter ego” de Cristo, Aquel que ocupa su lugar, que lo hace presente y operante en la Iglesia. Es Él quien “anunciará lo que ha de venir” (cf. Jn 16,13) y lo hace  desear y esperar. Por eso Cristo y el Espíritu son inseparables, también en la economía de la salvación. 

El Espíritu Santo es la fuente siempre caudalosa de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó  estas preciosas palabras: “Que el Dios de la esperanza los colme, creyentes, de todo gozo y paz, para que  abunden en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rom 15,13). Si la Iglesia es una barca, el Espíritu  Santo es la vela que la impulsa y la hace avanzar en el mar de la historia, hoy como ayer.

Esperanza no es una palabra vacía, ni nuestro vago deseo para que las cosas vayan bien: es una  certeza, porque se fundamenta en la fidelidad de Dios a sus promesas. Por eso se llama virtud teologal:  porque está infundida por Dios y tiene a Dios como garante. No es una virtud pasiva, que se limita a aguardar que las cosas sucedan. Es una virtud supremamente activa que ayuda a que sucedan. Alguien que luchó por la liberación de los pobres escribió estas palabras: “El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. Es la fuerza que se da a los que no tienen fuerza. Él dirige la lucha por la emancipación y la plena realización del pueblo de los oprimidos”. 

El cristiano no puede contentarse con tener esperanza; también debe irradiar esperanza, ser un  sembrador de esperanza. Éste es el don más hermoso que la Iglesia puede hacer a toda la humanidad,  sobre todo en momentos en que todo parece arriar las velas. 

El apóstol Pedro exhortó a los primeros cristianos con estas palabras: “Adoren al Señor, Cristo, en  sus corazones, estando siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les demande razón de la  esperanza que hay en ustedes”. Pero añadió una recomendación: “Sin embargo, háganlo con dulzura y  respeto”. (1 Pe 3,15-16). Sí, porque no es tanto la fuerza de los argumentos lo que convencerá a las personas, sino el amor que sepamos poner en ellos. Esta es la primera y más eficaz forma de evangelización. Y está abierta a todos. Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu nos ayude siempre, siempre, a “abundar en esperanza en  virtud del Espíritu Santo”. Gracias.