En la Audiencia General de este miércoles, el Papa Francisco reflexionó sobre la obra evangelizadora del Espíritu Santo y su papel en la predicación de la Iglesia. 

A continuación, la catequesis del Papa Francisco:

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Después de haber reflexionado sobre la acción santificadora y carismática del Espíritu, dedicamos  esta catequesis a la obra evangelizadora del Espíritu Santo, es decir, a su papel en la predicación de la Iglesia. 

La Primera Carta de Pedro define a los apóstoles como "los que anunciaron el Evangelio por  medio del Espíritu Santo" (cf. 1,12). En esta expresión encontramos los dos elementos constitutivos de la  predicación cristiana: su contenido, que es el Evangelio, y su medio, que es el Espíritu Santo. Digamos  algo de uno y otro. 

En el Nuevo Testamento, la palabra "Evangelio" tiene dos significados principales. Puede  referirse a cualquiera de los cuatro Evangelios canónicos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y en esta  acepción el Evangelio significa la buena nueva proclamada por Jesús durante su vida terrenal. Después de  Pascua, la palabra "Evangelio" adquiere el nuevo significado de buena noticia sobre Jesús, es decir, el  Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo. Esto es lo que el apóstol llama "evangelio" cuando escribe: "No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para la salvación de todo el que cree" (Rom 1:16).

La predicación de Jesús, y más tarde la de los apóstoles, también contiene todos los deberes morales que se desprenden del Evangelio, empezando por los Diez Mandamientos y terminando  por el “nuevo” mandamiento del amor. Pero si no queremos volver a caer en el error denunciado por el apóstol Pablo de anteponer la ley a la gracia y las obras a la fe, debemos partir siempre de la  proclamación de lo que Cristo ha hecho por nosotros. Por eso, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium insistí tanto en el primero de los dos, es decir, en el kerygma o "anuncio", del que depende toda aplicación moral. 

De hecho, "en la catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o kerygma, que  debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. […]  Cuando a este primer anuncio se le llama ‘primero’, eso no significa que está al comienzo y después se  olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre  hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y  momentos. […] No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación supuestamente más ‘sólida’. Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio" (nn. 164-165). 

Hasta ahora hemos visto el contenido de la predicación cristiana. Sin embargo, debemos tener en  cuenta también los medios del anuncio. El Evangelio debe predicarse "mediante el Espíritu Santo" (1 Pe 1:12). La Iglesia debe hacer precisamente lo que Jesús dijo al comienzo de su ministerio público: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido y me ha enviado a dar buenas nuevas a los pobres" (Lc 4, 18). Predicar con la unción del Espíritu Santo significa transmitir, junto con ideas y doctrina, vida y convicción profunda. Significa confiar no en "discursos persuasivos de sabiduría, sino en  la manifestación del Espíritu y su poder" (1 Cor 2:4), como escribió San Pablo. 

Es fácil decirlo -se podría objetar-, pero ¿cómo ponerlo en práctica si no depende de nosotros, sino  de la venida del Espíritu Santo? En realidad, hay una cosa que depende de nosotros, más bien dos, y las mencionaré brevemente. La primera es la oración. El Espíritu Santo viene sobre los que rezan, porque el Padre celestial -está escrito- "da el Espíritu Santo a los que se lo piden" (Lc 11,13), sobre todo si se lo  piden para anunciar el Evangelio de su Hijo. ¡Ay de predicar sin rezar! Uno se convierte en lo que el Apóstol llama "bronces que resuenan y címbalos que retiñen" (cf. 1 Co 13:1). 

Por tanto, lo primero que depende de nosotros es orar, para que venga el Espíritu Santo. Lo segundo no es predicarnos a nosotros  mismos, sino a Jesús el Señor (cf. 2 Co 4,5). Muchas veces son estas predicaciones largas, de 20 minutos o 30 minutos. Por favor, los predicadores deben predicar una idea, un afecto, y una invitación a hacer. Más de 8 minutos, la prédica desaparece, no se entiende. Y esto se lo digo a los predicadores. Veo que os gusta escuchar esto eh. También muchas veces vemos a los hombres que, cuando comienza la predicación, van fuera a fumarse un cigarrillo, y luego entran de nuevo. Por favor, la predicación debe ser una idea, un afecto y una propuesta para hacer. Y no ir más allá de 10 minutos, no, nunca. Esto es muy importante. 

No es necesario que nos detengamos en esto, porque cualquiera que se dedique a la evangelización sabe bien lo que significa en la práctica no predicarnos a nosotros mismos. Me limitaré a una aplicación particular de esta exigencia. No querer predicarnos a  nosotros mismos implica también no dar siempre prioridad a las iniciativas pastorales promovidas por  nosotros y vinculadas a nuestro propio nombre, sino colaborar de buen grado, si se nos pide, en las  iniciativas comunitarias, o que se nos encomienden por obediencia. Que el Espíritu Santo enseñe a la Esposa a predicar así el Evangelio a los hombres y mujeres de hoy.