El Papa Francisco celebró este domingo la Misa por la VIII Jornada Mundial de los Pobres con un llamado a no desviar la mirada ante las necesidades ajenas, sino tocar la mano del pobre y llevarle la esperanza de que Dios no lo olvida.
La Eucaristía fue celebrada en la Basílica de San Pedro, desde la cual el Pontífice centró su homilía en dos realidades humanas: la angustia y la esperanza. El primero, un drama de nuestros tiempos amplificado por los medios de comunicación con noticias que hacen “que el mundo sea más inseguro y el futuro más incierto”.
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Asimismo, continuó, “el Evangelio de hoy se abre con un escenario que proyecta en el cosmos la tribulación del pueblo, y lo hace utilizando un lenguaje apocalíptico: ‘El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán’”.
El Papa aclaró que la angustia es un sentimiento que prevalecerá si la mirada sólo se queda en la narración de los hechos y no se abre a la esperanza con la que continúa Jesús: Entonces “se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte”.
En ese sentido, el Santo Padre dijo que si bien “también hoy vemos el sol oscurecerse y la luna apagarse” con el hambre y la carestía que padecen muchas personas, los horrores de la guerra y las muertes inocentes, Jesús “enciende la esperanza” en medio de ese cuadro apocalíptico.
No hay que dejarse vencer por el desánimo ni llevarse por quienes piensan que “el mundo es así” y “no hay nada que yo pueda hacer” —expresó el Papa—, porque ello es olvidarse de que Dios actúa dentro del drama de la historia y reducir la fe cristiana “a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad”.
Cristo, aseguró, “nos abre completamente el horizonte, alargando nuestra mirada para que aprendamos a acoger, incluso en la precariedad y en el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se hace cercano, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación”.
Tocar la mano del pobre
En su homilía, el Papa Francisco también recordó que Jesús se hace cercano a los necesitados “con nuestra proximidad cristiana, con nuestra fraternidad cristiana”.
“No se trata de arrojar una moneda en las manos de un necesitado. A quien da limosna yo le pregunto dos cosas: Tú ¿tocas las manos de las personas o les arrojas la moneda sin tocarlas? ¿Ves a los ojos a la persona que ayudas o miras hacia otro lado?”, cuestionó.
Asimismo, compartió que hace un tiempo vio una imagen capturada por un fotógrafo romano que “retrataba a una pareja adulta, casi ancianos, que salía de un restaurante, en invierno. La señora iba bien cubierta con un abrigo de piel y también el hombre. En la puerta estaba una señora pobre, sentada en suelo, que pedía limosna, y ambos miraban para otro lado”.
“Esto pasa cada día. Preguntémonos a nosotros mismos: ¿me hago el desentendido cuando veo la pobreza, la necesidad, el dolor de los demás?”, volvió a cuestionar el Pontífice, y llamó a tener “una fe que abre los ojos frente al sufrimiento del mundo y frente a la infelicidad de los pobres, para ejercitar la misma compasión de Cristo”.
“¿Tengo yo la misma compasión del Señor hacia los pobres, hacia los que no tienen trabajo, no tienen qué comer, están marginados por la sociedad? Y no debemos fijarnos sólo en los grandes problemas de la pobreza global, sino en lo poco que todos podemos hacer en lo cotidiano”, afirmó.
El Papa Francisco señaló que los discípulos de Cristo están llamados a sembrar la esperanza en el mundo, encendiendo “luces de justicia y de solidaridad mientras se expanden las sombras de un mundo cerrado”.
“Y lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos, lo digo a las organizaciones internacionales, lo digo a cada uno y a todos: por favor, no nos olvidemos de los pobres”.
Finalmente, recordó una advertencia del Cardenal Carlo María Martini, quien “dijo que debemos cuidarnos de pensar que primero está la Iglesia, ya consolidada en sí misma, y luego los pobres de los que elegimos ocuparnos”.
“En realidad, nos volvemos Iglesia de Jesús en la medida en la cual servimos a los pobres, porque sólo así ‘la Iglesia ‘se vuelve’ ella misma, es decir, la Iglesia se vuelve casa abierta para todos, lugar de la compasión de Dios para la vida de cada hombre’”.