A continuación, la catequesis del Papa Francisco en la Audiencia General de este 6 de noviembre acerca del Espíritu Santo y la oración:
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La acción santificadora del Espíritu Santo, además que en la Palabra de Dios y en los Sacramentos, se expresa en la oración, y es a ella a la que queremos dedicar la reflexión de hoy, la oración. El Espíritu Santo es al mismo tiempo sujeto y objeto de la oración cristiana. Es decir, Él es el que da la oración y Él es el que se nos da por la oración. Nosotros oramos para recibir al Espíritu Santo, y recibimos al Espíritu Santo para que verdaderamente podamos orar, es decir, como hijos de Dios, no como esclavos.
Pensemos un poco esto, rezar como hijos de Dios, no como esclavos. Se debe rezar siempre con libertad: “hoy tengo que rezar esto, esto, esto, he prometido esto, esto, esto, por el contrario iré al infierno”. Eso no es oración, la oración es libre. Tú rezas cuando el Espíritu te ayuda a rezar, rezas cuando sientes en el corazón la necesidad de rezar. Y cuando no sientes nada, detente y pregúntate: ¿Por qué no siento la voluntad de rezar?¿Qué sucede en mi vida? Siempre va la espontaneidad en la oración, es lo que nos ayuda más. Esto significa rezar como hijos, no como esclavos.
En primer lugar, debemos rezar para recibir el Espíritu Santo. A este respecto, hay una palabra muy precisa de Jesús en el Evangelio: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13). Cada uno, cada uno de nosotros, a los niños sabemos darles las cosas buenas. Sean a los hijos, a los sobrinos o amigos. Los pequeños siempre reciben de nosotros cosas buenas. Y, ¿cómo el Padre no nos dará el Espíritu a nosotros? Esto nos debe dar valentía para seguir adelante.
En el Nuevo Testamento vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración. Desciende sobre Jesús en el bautismo en el Jordán, mientras que “estaba en oración” (Lc 3,21); y descendió sobre los discípulos en Pentecostés, mientras que “todos ellos perseveraban juntos en la oración” (Hechos 1,14).
El único “poder” que tenemos sobre el Espíritu Santo, el poder de la oración. Él no se resiste a la oración. Rezamos y viene. En el monte Carmelo los falsos profetas de Baal se agitaban para invocar fuego del cielo sobre su sacrificio, pero no ocurrió nada; porque era idólatras, adoraban a un Dios que no existe. Elías oró y el fuego descendió y consumió el holocausto (cfr. 1 Re 18,20-38). La Iglesia sigue fielmente este ejemplo: siempre tiene en los labios la invocación “¡Ven!” cuando se dirige al Espíritu Santo. ¡Ven!, cada vez que se dirige al Espíritu Santo. Lo hace sobre todo en la Misa para que descienda como rocío y santifique el pan y el vino para el sacrificio eucarístico.
Pero también existe otro aspecto, que es el más importante y alentador para nosotros: el Espíritu Santo es el que nos da la verdadera oración. “El Espíritu – dice San Pablo – nos ayuda en nuestra debilidad. Pues, nosotros muchas veces no sabemos cómo pedir para orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios”. (Rm 8,26-27).
Es cierto, no sabemos rezar, no sabemos. Debemos aprender cada día. La razón de esta debilidad en nuestra oración se expresaba en el pasado con una sola palabra, utilizada de tres formas distintas: como adjetivo, como sustantivo y como adverbio. Es fácil de recordar, incluso para los que no saben latín, y merece la pena tenerla presente, porque ella sola encierra todo un tratado.
Nosotros, los seres humanos, decía aquel dicho, “mali, mala, male petimus”, que significa: siendo malos (mali), pedimos las cosas equivocadas (mala) y de la manera equivocada (male). Jesús dice: “Busquen primero el Reino y la Justicia de Dios, y se les darán también todas esas cosas por añadidura” (Mt 6,33); en cambio, nosotros buscamos en primer lugar “la añadidura”, es decir, nuestros intereses, muchas veces, y nos olvidamos totalmente de pedir el Reino de Dios. Pidamos al Señor el Reino, y viene todo con el.
El Espíritu Santo viene, sí, en auxilio de nuestra debilidad, pero hace algo mucho más importante aún: nos atestigua que somos hijos de Dios y pone en nuestros labios el grito: “¡Abba! ¡Padre!” (Rm 8,15; Gal 4,6). Nosotros no podemos decir “¡Padre¡”, sin la fuerza del Espíritu Santo. La oración cristiana no es el ser humano que habla con Dios al otro lado del teléfono, no, ¡es Dios que reza en nosotros! Rezamos a Dios a través de Dios. Rezar es meterse dentro de Dios y que Dios entre dentro de nosotros.
Es precisamente en la oración que el Espíritu Santo se revela como “Paráclito”, es decir, abogado y defensor. No nos acusa ante el Padre, sino que nos defiende. Sí, nos convence del hecho de ser pecadores (cf. Jn 16,8), pero lo hace para hacernos experimentar la alegría de la misericordia del Padre, no para destruirnos con estériles sentimientos de culpa. Incluso cuando nuestro corazón nos reprocha algo, Él nos recuerda que “Dios es mayor que nuestro corazón” (1 Jn 3,20). Dios es más grande que nuestro pecado.
Todos somos pecadores, pero pensemos, a lo mejor alguno de vosotros, no lo sé, que tiene mucho miedo por las cosas que ha hecho, que tiene miedo de ser reprendido por Dios, que tiene miedo de muchas cosas y no lograr encontrar la paz. Ponte en oración, llama al Espíritu Santo, y Él te enseñará cómo pedir perdón. Y sabéis una cosa, que Dios no sabe mucha gramática, y cuando nosotros pedimos perdón, no nos deja terminar, “Perd….”, y no nos deja terminar la palabra perdón. Nos perdona antes, nos perdona siempre, está siempre a nuestro lado para perdonarnos, antes de que nosotros terminemos la palabra “perdón”. Decimos “per” y el Padre nos perdona siempre.
El Espíritu Santo intercede por nosotros, pero también nos enseña a interceder, a su vez, por nuestros hermanos y hermanas; intercede por nosotros y nos enseña a interceder por los otros, nos enseña la oración de intercesión. Rezar por esta persona, por aquel enfermo, por aquel que está en cárcel, rezar por la suegra también ¿eh?, rezar siempre, siempre. Esta oración es particularmente agradable a Dios porque es la más gratuita y desinteresada.
Cuando cada uno reza por todos los demás, sucede – esto lo decía San Ambrosio – que todos los demás rezan por cada uno y la oración se multiplica. La oración es así. He aquí una tarea muy preciosa y necesaria en la Iglesia, particularmente en este tiempo de preparación al Jubileo: unirnos al Paráclito porque “su intercesión a favor de los santos es según Dios”. Pero no recen como papagayos, por favor, no digan “bla, bl,bla”. Di Señor, pero dilo con el corazón. “Ayúdame Señor, te quiero mucho, Señor”. Y cuando recéis el Padre Nuestro decir “padre, tú eres mi padre”. Rezad con el corazón, no con los labios, no hagáis como papagayos. Que el Espíritu pueda ayudarnos con la oración que tanto necesitamos. Gracias.