La evolución intelectual de la emblemática feminista radical Marguerite Stern, espectacular en más de un sentido, es un misterio para muchos.

En febrero de 2013, irrumpió, con el torso descubierto, en la emblemática Catedral de Notre-Dame en París (Francia) para celebrar, junto con otras activistas feministas, la renuncia del Papa Benedicto XVI y exponer su odio contra la Iglesia.

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Menos de una década después, Stern se ha convertido en una figura destacada en la lucha contra los excesos de los llamados “movimientos woke”, en particular la ideología transgénero.

En los últimos años, esta lucha la ha llevado a distanciarse de muchos de sus antiguos aliados radicales y a cuestionar, uno a uno, los dogmas progresistas que alguna vez le sirvieron de brújula moral.

Este viaje intelectual la llevó a pedir, en un video publicado en YouTube el 31 de octubre, la víspera del Día de Todos los Santos, sus “sinceras disculpas” a los católicos heridos por sus frecuentes provocaciones públicas cuando era activista de Femen entre 2012 y 2015, “especialmente durante una campaña a favor del matrimonio homosexual”.

¿Cómo explicar este cambio?

Para Stern, el despertar comenzó hace cinco años, cuando se convenció de que el transgenerismo, que “no crea sino destruye”, representaba una amenaza a la civilización, que “proviene de la pulsión de muerte y el odio a uno mismo”.

Fue un impulso comparable el que sintió que la animaba cuando atacaba la religión católica, que ha forjado la “historia, la arquitectura y las costumbres” de su Francia natal.

“Rechazar eso, entrar en Notre-Dame de París gritando”, continuó, “fue una forma de dañar una parte de Francia, es decir, una parte de mí misma. A los 22 años no me di cuenta”.

Educada en la fe católica, esta atea declarada conserva un amor instintivo por la herencia religiosa de su país. De hecho, reveló que nunca ha dejado de amar a Notre-Dame. “Recuerdo que el día después del incendio [en 2019], fui a llorar a una iglesia. Pero a veces amamos mal”.

“Lucha por preservar los ritos”

Al señalar que su oposición al transgenerismo la ha convertido en patriota, y luego socialmente conservadora, porque su única conexión profunda es con su país, Stern dijo que está convencida de que Francia debe seguir siendo católica. Y para ello, sus ritos religiosos deben seguir manteniéndose vivos.

“Los ritos nos unen. Alivian, a veces reparan y regulan nuestras emociones. Nos anclan en el presente recordándonos lo que ha pasado antes”, continuó.

“Y luego hay algo más: lo que está más allá de nosotros. Los campanarios que se alzan sobre nosotros y visten nuestros paisajes sonoros. La majestuosidad de los edificios. La maravilla de entrar en una iglesia. La belleza. Y la fe de los creyentes. Lamento haber pisoteado eso”.

Este respeto por las tradiciones católicas del país es para ella tanto más importante debido a que las ideologías contra las que lucha son todas corolarios del transhumanismo, donde los humanos, como demiurgos, se convierten en sus propios creadores.

“Sin creer en Dios, en ciertos puntos acabo llegando a las mismas conclusiones que los católicos”, afirmó. De ahí su convicción de que la blasfemia, si bien es un derecho protegido en Francia por la ley nacional de 1905 sobre la separación de la Iglesia y el Estado, “no siempre es moral”.

“Está de moda en estos días denigrar a los católicos y hacerlos pasar por idiotas de la vieja Francia, insuficientemente modernos para merecer el estatus de seres humanos”, concluyó Stern. “En el pasado, he aprovechado este clima para actuar de manera inmoral, mientras ayudaba a reforzarlo. Me disculpo sinceramente por eso”.

Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.