A continuación, la homilía del Papa Francisco en la Misa en sufragio de los obispos y cardenales fallecidos en el último año en la Basílica de San Pedro del Vaticano:

“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino” (Lc 23,42). Estas son las  últimas palabras que dirigió al Señor uno de los dos crucificados que estaban junto a Él. No es un  discípulo el que las pronuncia, no es uno de aquellos que siguieron a Jesús por las calles de Galilea  y compartieron con Él el pan en la Última cena. El hombre que se dirige al Señor es, en cambio, un  malhechor. Uno que lo encuentra sólo al final de su vida, uno cuyo nombre desconocemos.  

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Sin embargo, los últimos respiros de este desconocido se vuelven, en el Evangelio, un  diálogo lleno de verdad. Mientras que Jesús es “contado entre los culpables” (Is 53,12), como había  profetizado Isaías, una voz inesperada se alza diciendo: nosotros “sufrimos justamente, porque  pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo” (Lc 23,41). Y efectivamente así es. Este  condenado nos representa a todos, podemos darle nuestro propio nombre. Podemos, sobre todo,  hacer nuestra su súplica: “Jesús, acuérdate de mí”. Mantenme vivo en tu memoria. 

Meditemos sobre esta acción: recordar. Recordar significa “traer de nuevo al corazón”,  volver a poner en el corazón. Aquel hombre, crucificado junto a Jesús, transforma un gran dolor en  oración: “Jesús, llévame en tu corazón”. No lo pide con voz de angustia, como la de un derrotado,  sino con un tono lleno de esperanza. Esto es todo lo que desea el delincuente que muere como  discípulo de última hora: busca un corazón que lo acoja. Esto es todo lo que vale para él, ahora que  se encuentra desnudo frente a la muerte. Y el Señor escucha la oración del pecador, hasta el último  momento, como siempre. Traspasado por el dolor, el corazón de Cristo se abre para salvar el  mundo: acoge, moribundo, la voz del que muere. Jesús muere con nosotros, porque muere por  nosotros.  

A la súplica del crucificado culpable, responde el Crucificado inocente: “Yo te aseguro que  hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). El recuerdo de Jesús es eficaz, porque es rico en  misericordia, por esto es eficaz. Mientras la vida del hombre mengua, el amor de Dios libera de la muerte. Entonces el condenado es redimido, el desconocido se vuelve compañero; un breve encuentro en la cruz durará  por siempre en la paz.  Esto nos hace reflexionar un poco. ¿Cómo encuentro a Jesús? o mejor aún, ¿cómo me dejo encontrar por Jesús? ¿Me dejo encontrar o me encierro en mi egoísmo, en mi dolor, en mi suficiencia? ¿Me siento pecador para dejarme encontrar con el Señor? ¿Me siento justo y le digo ‘tú no me sirves’, sigue adelante?

Jesús se acuerda de los que están crucificados junto a Él. El cuidado que les tiene, hasta el  último respiro, nos hace reflexionar: hay distintos modos de recordar a las personas y a las cosas. Se pueden recordar los agravios, recordar los asuntos pendientes, recordar a los amigos y a los  enemigos. ¿Cómo están las personas dentro de nuestro corazón? ¿Cómo recordamos a los que han  pasado junto a nosotros en las experiencias vividas?  ¿Juzgo, divido, o acojo?

Queridos hermanos, volviéndose al corazón de Dios, los hombres de todos los tiempos  pueden esperar la salvación, aun cuando “a los ojos de los insensatos parecían muertos” (Sb 3,2).  La memoria del Señor custodia, en efecto, toda la historia. La memoria es custodia. Él es su juez, compasivo y rico en  misericordia. El Señor es cercano  a nosotros como juez, es cercano, compasivo y misericordioso. Son las tres actitudes del Señor. ¿Soy cercano a la gente, tengo el corazón compasivo, soy misericordioso?

Con esta fe, recemos por los cardenales y obispos fallecidos en estos últimos doce  meses. Hoy nuestro recuerdo se convierte en sufragio por estos hermanos nuestros. Como miembros  elegidos del pueblo de Dios, fueron bautizados en la muerte de Cristo (cf. Rm 6,3), para resucitar  con Él. Han sido pastores y ejemplo para el rebaño del Señor (cf. 1 P 5,3); que ahora se sienten a su  mesa, después de haber partido en la tierra el Pan de vida. Amaron a la Iglesia; cada uno a su modo, pero todos han amado a la Iglesia . Recemos para que  gocen de la compañía eterna de los santos. Esperemos, con firme esperanza, alegrarnos con ellos en  el paraíso. Les invito, a decir 3 veces conmigo: Jesús, acuérdate de nosotros.