A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco en la Audiencia General de este 30 de octubre, titulada “La Confirmación, el Sacramento del Espíritu Santo”:

Hoy proseguimos nuestra reflexión sobre la presencia y la acción del Espíritu Santo en la vida de  la Iglesia mediante los Sacramentos. 

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La acción santificadora del Espíritu Santo nos llega ante todo a través de dos canales: la Palabra  de Dios y los Sacramentos

Y entre todos los Sacramentos, hay uno que es, por antonomasia, el  Sacramento del Espíritu Santo, y es en el que quisiera detenerme hoy. Se trata, como ustedes han comprendido, de la Crismación o Confirmación. En el Nuevo Testamento, además del bautismo con agua, se menciona otro rito, el de la  imposición de manos, que tiene como objetivo comunicar visiblemente y de manera carismática el  Espíritu Santo, con efectos similares a los producidos en los Apóstoles en Pentecostés. —Me disculpo por leer así de mal, pero el sol en los ojos, no es una cosa fácil para leer—.

Los Hechos de los  Apóstoles relatan un episodio significativo a este respecto. Tras saber que algunos en Samaria habían  acogido la palabra de Dios, desde Jerusalén enviaron allí a Pedro y a Juan. “Estos bajaron -dice el texto- y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno  de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las  manos y recibían el Espíritu Santo” (8:14-17). 

A esto se añade lo que escribe San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: “Es Dios mismo  quien nos conforta juntamente con ustedes en Cristo y el, y el que nos ungió, y el que nos marcó con su  sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (1.21-22). Las arras del Espíritu. El tema del Espíritu Santo como  “sello real” con el que Cristo marca a sus ovejas es la base de la doctrina del “carácter indeleble” que confiere este rito. 

Con el pasar del tiempo, el rito de la unción tomó forma como un sacramento por derecho propio, asumiendo diferentes formas y contenidos en las diversas épocas y ritos de la Iglesia. No es éste el lugar  para desandar esta historia tan compleja. Lo que el sacramento de la Confirmación es en la comprensión  de la Iglesia, me parece, está descrito, simple y claramente, por el Catecismo para los Adultos de la  Conferencia Episcopal Italiana. Dice así: “La Confirmación es para cada fiel lo que Pentecostés fue para  toda la Iglesia. [...] Refuerza la incorporación bautismal a Cristo y a la Iglesia y, la consagración a la  misión profética, real y sacerdotal. Comunica la abundancia de los dones del Espíritu [...]. 

Si, por tanto, el  bautismo es el sacramento del nacimiento, la confirmación es el sacramento del crecimiento. Por eso mismo es también el sacramento del testimonio, porque éste está estrechamente ligado a la madurez de la  existencia cristiana”. Hasta aquí el catecismo.

El problema es cómo conseguir que el sacramento de la confirmación no se reduzca, en la  práctica, a una “extremaunción”, es decir, al sacramento de la “salida” de la Iglesia. Se dice que es el sacramento del “adiós”, porque una vez que lo reciben, los jóvenes se van, y volverán después para el matrimonio. Así dice la gente. 

Debemos hacer que sea el  sacramento del inicio de una participación activa en su vida. Es un objetivo que puede parecernos  imposible, dada la situación actual en casi en toda la Iglesia, pero eso no significa que debamos dejar de  perseguirlo. No será así para todos los confirmados, sean niños o adultos, pero es importante que lo sea  al menos para algunos que luego serán los animadores de la comunidad.

Puede ser útil, con este fin, dejarse ayudar, en la preparación al Sacramento, por fieles laicos que hayan tenido un encuentro personal con Cristo y hayan tenido una verdadera experiencia del Espíritu. Algunas personas dicen haberlo experimentado como un florecimiento en ellos del Sacramento de la  Confirmación recibido desde chicos. 

Pero esto no sólo afecta a los futuros confirmandos; nos afecta a todos y en todo momento. Junto  con la confirmación y la unción, hemos recibido también, nos asegura el Apóstol, la “prenda del Espíritu” que en otro lugar llama “las primicias del Espíritu” (Rom 8,23). Debemos “gastar” esta  garantía, disfrutar de estas primicias, no enterrar bajo tierra los carismas y talentos recibidos. 

San Pablo exhortó a su discípulo Timoteo a “reavivar el don de Dios, recibido por la imposición  de manos” (2 Tm 1,6), y el verbo utilizado sugiere la imagen de quien sopla sobre el fuego para reavivar  su llama. ¡He aquí un hermoso objetivo para el año jubilar! Quitarnos las cenizas de la costumbre y del  desenganche, para convertirnos, como los portadores de la antorcha en las Olimpiadas, en portadores de  la llama del Espíritu. ¡Que el Espíritu nos ayude a dar algunos pasos en esta dirección!