A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles 9 de octubre, en la que reflexionó sobre Pentecostés, donde “todos fueron llenos del Espíritu Santo”:
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En nuestro itinerario de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos referimos al libro de los Hechos de los Apóstoles.
El relato del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés empieza con la descripción de algunos signos preparatorios - el viento impetuoso y las lenguas de fuego –, pero encuentra su conclusión en la afirmación: “Y todos quedaron llenos de Espíritu Santo” (H 2,4). San Lucas – que ha escrito los Hechos de los Apóstoles – subraya que el Espíritu Santo es quien asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto inmediato de estar “llenos de Espíritu Santo” es que los Apóstoles “empezaron a hablar en otras lenguas” y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cf. Hch 2,4ss).
Al hacer eso, Lucas quiso destacar la misión universal de la Iglesia, como signo de una nueva unidad entre todos los pueblos. De dos maneras vemos que el Espíritu trabaja por la unidad. Por un lado, empuja a la Iglesia hacia el exterior, para que pueda acoger más y más personas y pueblos; por otro, la reúne en su interior para consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a extenderse en la universalidad y a recogerse en la unidad. Universal y una, este es el misterio de la Iglesia.
El primero de los dos movimientos -la universalidad- lo vemos en acción en el capítulo 10 de los Hechos, en el episodio de la conversión de Cornelio. El día de Pentecostés, los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos los judíos y observantes de la ley mosaica, cualquiera que fuera el pueblo al que pertenecieran. Fue necesario otro “Pentecostés”, muy similar al primero, el de la casa del centurión Cornelio, para inducir a los Apóstoles a ampliar el horizonte y derribar la última barrera, la que separaba a judíos y paganos (cf. Hch 10-11).
A esta expansión étnica se añade la geográfica. Pablo -leemos de nuevo en los Hechos (cf. 16,6- 10)- quiso proclamar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor; pero, está escrito, “el Espíritu Santo se lo impidió”; quiso pasar a Bitinia “pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió”. Se descubre inmediatamente la razón de estas sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibió en sueños la orden de pasar a Macedonia. El Evangelio salía así de su región natal, Asia, y entraba en Europa.
El segundo movimiento del Espíritu Santo -el que crea la unidad- lo vemos en acción en el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén. El problema es cómo conseguir que la universalidad alcanzada no comprometa la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de repente, con intervenciones milagrosas y decisivas, como en Pentecostés. También lo hace -y en la mayoría de los casos- con un trabajo discreto, respetuoso con el tiempo y las diferencias humanas, pasando por las personas y las instituciones, la oración y la confrontación. De una forma, diríamos hoy, sinodal. Esto es lo que ocurrió, de hecho, en el Concilio de Jerusalén, para la cuestión de las obligaciones de la ley mosaica.
San Agustín explica la unidad provocada por el Espíritu Santo con una imagen que se ha convertido en clásica: “El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de un único cuerpo”. La imagen nos ayuda a comprender una cosa importante. El Espíritu Santo no obra la unidad de la Iglesia del exterior, no se limita a ordenarnos que estemos unidos. Él mismo es el “vínculo de la unidad”. Es Él el que hace la unidad de la Iglesia.
Como siempre, concluimos con un pensamiento que nos ayuda a pasar de la Iglesia en su conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la Iglesia es la unidad entre las personas y no se consigue actuando de manera teórica, sino en la vida, se realiza en la vida. Todos queremos la unidad, todos la deseamos desde lo más profundo de nuestro corazón; sin embargo, es tan difícil de conseguir que, incluso dentro del matrimonio y de la familia, la unidad y la concordia son de las cosas más difíciles de alcanzar y aún más difíciles de mantener.
La razón es que cada uno quiere, sí, unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin pensar que la otra persona que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo sobre “su” punto de vista. De este modo, la unidad no hace más que alejarse. La unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se consigue cuando uno se esfuerza por poner a Dios, y no a uno mismo, en el centro. La unidad cristiana también se construye así: no esperando a que los demás se unan a nosotros donde estamos, sino avanzando juntos hacia Cristo. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.