El Papa Francisco mantuvo este 26 de septiembre un encuentro con la comunidad católica de Luxemburgo, durante la cual animó a ser una Iglesia que no se repliega, sino que acepta el desafío de salir a evangelizar en medio de una sociedad secularizada.
A continuación, las palabras del Santo Padre:
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Alteza Real, señor cardenal y hermanos obispos, queridos hermanos y hermanas: Me siento muy contento de estar aquí con ustedes, en esta magnífica catedral. Agradezco al Gran Duque y a su familia por su presencia; y doy las gracias al Cardenal Jean-Claude Hollerich por sus amables palabras, así como también a Diogo, Christine y sor María Perpetua por sus testimonios.
Nuestro encuentro se realiza en concomitancia con un importante Jubileo mariano, con el que la Iglesia de Luxemburgo recuerda cuatro siglos de devoción a María, Consuelo de los afligidos, Patrona del país. Ese título sintoniza bien con el tema que han elegido para esta visita: “Para servir”. Consolar y servir, en efecto, son dos aspectos fundamentales del amor que Jesús nos dio, que nos confió como misión (cf. Jn 13,13-17) y que nos mostró como el único camino hacia la alegría plena (cf. Hch 20,35). Por eso, dentro de unos momentos, en la oración de apertura del Año mariano, pediremos a la Madre de Dios que nos ayude a ser “misioneros, dispuestos a dar testimonio de la alegría del Evangelio”, conformando nuestro corazón al suyo “para ponernos al servicio de nuestros hermanos”. Podemos entonces detenernos a reflexionar precisamente sobre estas tres palabras: servicio, misión y alegría.
En primer lugar, el servicio. Hace un momento se dijo que la Iglesia de Luxemburgo quiere ser “la Iglesia de Jesucristo, que no vino para ser servido, sino para servir” (cf. Mt 20,28; Mc 10,45). También se recordó la imagen de san Francisco abrazando al leproso y curando sus heridas. Yo, desde el servicio, quisiera encomendarles un aspecto que hoy es muy urgente: el de la acogida. Lo hago aquí, entre ustedes, de modo especial, porque vuestro país tiene y mantiene viva, en este campo, una tradición secular, como nos ha recordado sor María Perpetua, y como ha aflorado varias veces, también en los otros testimonios, en el grito “¡todos, todos, todos!”, repetido en varias ocasiones. Sí, el espíritu del Evangelio es espíritu de acogida, de apertura a todos, y no admite ningún tipo de exclusión (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 47). Los animo, por tanto, a permanecer fieles a esta herencia y a seguir haciendo de vuestro país una casa acogedora para todo el que llame a vuestra puerta pidiendo ayuda y hospitalidad.
Es un deber de justicia, aún antes que de caridad, como ya dijo san Juan Pablo II cuando recordaba las raíces cristianas de la cultura europea. Él animó a los jóvenes luxemburgueses a trazar el camino de «una Europa no sólo de bienes y mercancías, sino de valores, de hombres y de corazones», en la que el Evangelio fuera compartido «en la palabra del anuncio y en los signos del amor» (Discurso a los jóvenes del Gran Ducado de Luxemburgo, 16 mayo 1985, 4). Insisto porque es importante: una Europa y un mundo en los que el Evangelio se comparta en la palabra del anuncio unida a los signos del amor.
Y esto nos lleva al segundo tema: la misión. Antes, el cardenal Arzobispo habló de una “evolución de la Iglesia luxemburguesa en una sociedad secularizada”. Me gustó esta expresión: la Iglesia, en una sociedad secularizada, progresa, madura, crece. No se repliega en sí misma, triste, resignada, resentida; sino que acepta el desafío, en fidelidad a los valores de siempre, de redescubrir y revalorizar de manera nueva los caminos de evangelización, pasando cada vez más de una simple propuesta de atención pastoral a una propuesta de anuncio misionero. Y a fin de realizarlo está preparada para avanzar, por ejemplo —como nos ha recordado Christine—, en el compartir responsabilidades y ministerios, caminando juntos como comunidad que anuncia y hace de la sinodalidad “un modo duradero de relacionarse” entre sus miembros.
Y del valor de este crecimiento nos han dado una imagen muy bella los jóvenes amigos que, hace poco, interpretaron algunas escenas del musical Laudato si’. ¡Magníficos! ¡Gracias por el regalo que nos han dado! Vuestro trabajo, fruto de un esfuerzo comunitario que ha involucrado a muchos en la Arquidiócesis, es para nosotros un signo doblemente profético. En primer lugar, nos recuerda nuestra responsabilidad en relación a la “casa común”, de la que somos custodios y no dueños absolutos. Y también nos hace reflexionar sobre cómo esa misión, compartida con todos, es en sí misma un maravilloso instrumento coral para anunciar a los demás la belleza del Evangelio. Y para nosotros, esto es importante. Porque lo que nos impulsa hacia la misión no es la necesidad de “contar con números”, de hacer “proselitismo”, sino el deseo de dar a conocer a la mayor cantidad posible de hermanas y hermanos la alegría del encuentro con Cristo.
Más allá de cualquier dificultad, este es el dinamismo vivo del Espíritu Santo que actúa en nosotros. El amor nos apremia a anunciar el Evangelio abriéndonos a los demás, y el desafío del anuncio nos hace crecer como comunidad, ayudándonos a vencer el miedo de emprender nuevos caminos, empujándonos a acoger con agradecimiento la aportación de los demás. Es una dinámica bella, sana y gozosa, que nos hará bien cultivar en nosotros y a nuestro alrededor.
Llegamos así a la tercera palabra: la alegría. Diogo, hablando de su experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud, recordaba la felicidad que experimentó en la vigilia de la fiesta, esperando, con sus coetáneos provenientes de muchas naciones, el momento de encontrarnos; así como también la emoción de despertarse, la mañana siguiente, rodeado de tantos amigos y, además, el entusiasmo experimentado durante la preparación que hicieron juntos en Portugal. Y la alegría, un año después, al reunirse junto con los demás aquí en Luxemburgo. ¿Lo ven? Nuestra fe es así. Es alegre, “danzante”, porque nos manifiesta que somos hijos de un Dios amigo del hombre, que nos quiere contentos y unidos, que nada lo hace más feliz que nuestra salvación (cf. Lc 15,4-32; S. Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 34,3).
Al respecto, quisiera finalizar recordando otra hermosa tradición de vuestro país, de la que nos han hablado: la procesión de primavera —Springprozession—, que se lleva a cabo en Pentecostés en Echternach, recordando la infatigable obra misionera de san Willibrord, evangelizador de estas tierras. Toda la ciudad sale a bailar por las calles y las plazas, junto con muchos peregrinos y visitantes que llegan, y la procesión se convierte en una grandísima y única danza. Grandes y pequeños, todos van bailando juntos hacia la catedral —supe que este año, incluso bajo la lluvia—, dando testimonio con entusiasmo, en recuerdo del santo Pastor, de cuán bello es caminar juntos y encontrarnos como hermanos en torno a la mesa de nuestro Señor.
Queridas hermanas, queridos hermanos, qué hermosa es la misión que el Señor nos confía; la misión de consolar y servir, con el ejemplo y la ayuda de María. Gracias por el trabajo que hacen, y también por la ayuda generosa que han querido compartir con los necesitados. Los bendigo y rezo por ustedes. Y también ustedes, por favor, recen por mí.