Ofrecemos a continuación la versión oficial dada por el Vaticano del discurso del Papa Francisco durante el encuentro con las autoridades, con la sociedad civil y con el cuerpo diplomático de Papúa Nueva Guinea este 7 de septiembre:

Señor Gobernador General,

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señor Primer Ministro,

distinguidos representantes de la sociedad civil,

señores embajadores:

Me siento muy contento de estar hoy aquí con ustedes y de poder visitar Papúa Nueva Guinea. Agradezco al Gobernador General sus cordiales palabras de bienvenida y a todos ustedes por la cálida acogida que me han brindado. Dirijo mi saludo a todos los habitantes del país, deseándoles paz y prosperidad. Y expreso desde ahora mi gratitud a las autoridades por la ayuda que prestan a muchas actividades de la Iglesia, en un espíritu de mutua colaboración para el bien común.

En vuestra patria —un archipiélago con cientos de islas— se hablan más de ochocientas lenguas, correspondientes a otros tantos grupos étnicos. Esto pone de relieve una extraordinaria riqueza cultural, y les confieso que se trata de un aspecto que me cautiva mucho, también a nivel espiritual, porque imagino que esta enorme variedad sea un desafío para el Espíritu Santo, que crea la armonía de las diferencias.

Así pues, vuestro país, además de islas y lenguas, también es rico en recursos de la tierra y de las aguas. Estos bienes están destinados por Dios a toda la colectividad y, aunque para su explotación sea necesario recurrir a competencias más amplias y a grandes empresas internacionales, es justo que se tenga debidamente en cuenta en la distribución de los ingresos y la utilización de la mano de obra las necesidades de las poblaciones locales, de manera que se produzca una mejora efectiva de sus condiciones de vida.

Esta riqueza ambiental y cultural representa, al mismo tiempo, una gran responsabilidad, porque compromete a todos, gobernantes y ciudadanos juntos, a favorecer todas las iniciativas oportunas para valorizar los recursos naturales y los recursos humanos, de tal modo que se pueda dar vida a un desarrollo sostenible y equitativo, que promueva el bienestar de todos, sin excluir a nadie, a través de programas concretamente ejecutables y mediante la cooperación internacional, en un marco de respeto recíproco y con acuerdos beneficiosos para todos.

La condición necesaria para lograr dichos resultados duraderos es la estabilidad de las instituciones, que se ve favorecida por la concordia sobre determinados puntos esenciales entre las diferentes concepciones y sensibilidades presentes en la sociedad. Aumentar la solidez institucional y construir un consenso sobre las metas fundamentales es, de hecho, un requisito previo para el desarrollo integral y solidario, que también exige una visión a largo plazo y un clima de cooperación entre todos, sin detrimento de la distinción de los roles y en la diferencia de las opiniones.

Hago votos, en particular, por el cese de las agresiones tribales, que desgraciadamente causan muchas víctimas, no permiten vivir en paz y obstaculizan el desarrollo. Por ello, apelo al sentido de responsabilidad de todos para que se detenga la espiral de violencia y se emprenda decididamente el camino que conduce a una cooperación fructífera, en beneficio de todos los habitantes del país.

En el clima generado por estas actitudes, la cuestión del status de la isla de Bougainville también podrá encontrar una solución definitiva, evitando el resurgimiento de antiguas tensiones. Consolidando la concordia sobre los cimientos de la sociedad civil y con la disponibilidad de cada uno a sacrificar algo de las propias posiciones en beneficio del bien de todos, será posible poner en marcha las fuerzas esenciales para mejorar la infraestructura, para abordar las necesidades sanitarias y educativas de la población y aumentar las oportunidades de trabajo digno.

Sin embargo ―aunque a veces lo olvidamos―, el ser humano, además de lo indispensable para vivir, necesita tener una gran esperanza en el corazón, que lo ayude a vivir bien, le dé el gusto y la fortaleza para acometer proyectos de amplio alcance y le permita elevar la mirada hacia lo alto y hacia horizontes más extensos.

Sin esta tregua del alma, la abundancia de bienes materiales no es suficiente para dar vida a una sociedad vital y serena, trabajadora y alegre; al contrario, hace que se cierre sobre sí misma. La aridez del corazón le hace perder el rumbo y olvidar la recta escala de valores, le quita impulso y la bloquea ―como pasa en algunas sociedades opulentas―, hasta el punto que la hace perder la esperanza en el porvenir y no encuentra más las razones para transmitir la vida y la fe a las generaciones futuras.

Por esta razón, es necesario orientar el espíritu hacia realidades más grandes; es preciso que nuestros comportamientos estén sustentados por una fuerza interior que los proteja del riesgo de corromperse y de perder, a lo largo del camino, la capacidad de reconocer el significado del propio actuar y de realizarlo con dedicación y constancia.

Los valores del espíritu influencian en gran medida la construcción de la ciudad terrena y de todas las realidades temporales, infunden un alma ―por así decirlo―, inspiran y fortalecen todo proyecto. Nos lo recuerda también el logo y el lema de mi visita a Papúa Nueva Guinea. El lema expresa todo con una sola palabra: “Pray” – “Rezar”. Quizá algunos, demasiado observantes de lo “políticamente correcto”, puedan sorprenderse por esta elección, pero en realidad se equivocan, porque un pueblo que reza tiene futuro, sacando fuerza y esperanza de lo alto. Y también el emblema del ave del paraíso, en el logotipo del viaje, es símbolo de libertad, de esa libertad que nada ni nadie puede sofocar porque es interior, y está custodiada por Dios, que es amor y quiere que sus hijos sean libres.

A todos los que se profesan cristianos ―que son la gran mayoría de vuestro pueblo― los exhorto vivamente a que no reduzcan jamás la fe a una observancia de ritos y preceptos, sino a que ésta consista en amar y seguir a Jesucristo, y pueda convertirse en cultura vivida, inspirando las mentes y las acciones, transformándose en un faro de luz que ilumine el trayecto. De este modo, la fe podrá ayudar a la sociedad entera a crecer y encontrar soluciones, buenas y eficaces, a sus grandes desafíos.

Ilustres señoras y señores, como Sucesor del apóstol Pedro he venido para animar a los fieles católicos a que prosigan su camino y a confirmarlos en la fe. He venido a alegrarme con ellos por los progresos que están haciendo y a compartir sus dificultades; estoy aquí, como diría san Pablo, para «aumentarles el gozo» (2 Co 1,24).

Felicito a las comunidades cristianas por las obras de caridad que llevan a cabo en el país, y las exhorto a buscar siempre la cooperación con las instituciones públicas y con todas las personas de buena voluntad, empezando por los hermanos y hermanas pertenecientes a otras confesiones cristianas y a otras religiones, por el bien común de todos los ciudadanos de Papúa Nueva Guinea. 

El luminoso testimonio del beato Pedro To Rot ―como dijo san Juan Pablo II durante la misa de su beatificación―, “nos enseña a ponernos generosamente al servicio de los demás para que la sociedad se desarrolle en honestidad y justicia, en armonía y solidaridad” (cf. Homilía, Puerto Moresby, 17 enero 1995). Que su ejemplo, junto con el del beato Juan Mazzucconi, del P.I.M.E., y el de todos los misioneros que han anunciado el Evangelio en esta tierra vuestra, les den fuerza y esperanza.

Que san Miguel Arcángel, patrono de Papúa Nueva Guinea, vele siempre por ustedes y los defienda de todo peligro, proteja a las autoridades y a todos los ciudadanos de este país.

Excelencia, señoras y señores:

Comienzo mi visita entre ustedes con alegría. Les doy las gracias por haberme abierto las puertas de su hermoso país, tan lejos de Roma y, sin embargo, tan cerca del corazón de la Iglesia católica. Porque en el corazón de la Iglesia está el amor de Jesucristo, que en la cruz abrazó a todos los hombres. Su Evangelio es para todos los pueblos, no está atado a ningún poder terrenal, sino que es libre para poder fecundar todas las culturas y hacer crecer en el mundo el Reino de Dios, que es un Reino de justicia, de amor y de paz. Que este Reino encuentre plena acogida en esta tierra, para que todos los pueblos de Papúa Nueva Guinea, con la variedad de sus tradiciones, convivan en armonía y den al mundo un signo de fraternidad.