El Papa Francisco mantuvo un encuentro con Obispos, sacerdotes, diáconos, consagradas, seminaristas y catequistas de Indonesia.
A continuación ofrecemos la traducción del discurso oficial del Papa Francisco:
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Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Aquí hay cardenales, obispos, sacerdotes, religiosas, laicos y niños, pero todos somos hermanos y hermanas. Los títulos del Papa, el cardenal y el obispo no son tan importantes, todos somos hermanos y hermanas. Cada uno tiene su propia tarea para hacer crecer al pueblo de Dios.
Saludo al cardenal, a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los catequistas presentes. Agradezco al Presidente de la Conferencia Episcopal sus palabras, así como también a los hermanos y hermanas que han compartido sus testimonios con nosotros.
Como ya se ha mencionado, el lema elegido para esta Visita apostólica es “Fe, fraternidad, compasión”. Pienso que son tres virtudes que expresan bien tanto vuestro camino de Iglesia como vuestro carácter en cuanto pueblo, étnica y culturalmente bien diversificado, pero al mismo tiempo caracterizado por una innata tendencia hacia la unidad y la convivencia pacífica, como testimonian los principios tradicionales de la Pancasila. Por eso, quisiera reflexionar con ustedes sobre estas tres palabras.
La primera es fe. Indonesia es un país grande, con abundantes recursos naturales, sobre todo en flora, fauna, recursos energéticos y materia prima, entre otros. Si se considera superficialmente, una gran riqueza como esta podría convertirse en motivo de orgullo o arrogancia, pero, si la vemos con una mente y un corazón abiertos, esta riqueza puede en cambio recordarnos a Dios, su presencia en el cosmos y en nuestra vida, como nos enseña la Sagrada Escritura (cf. Gn 1; Si 42,15-43,33). Es el Señor, en efecto, quien nos da todo esto. No hay un centímetro del maravilloso territorio indonesio, ni un instante de la vida de cada uno de sus millones de habitantes que no sea don suyo, signo de su amor gratuito y providente de Padre. Y mirar todo esto con humildes ojos de hijos nos ayuda a creer, a reconocernos pequeños y amados (cf. Sal 8), y a cultivar sentimientos de gratitud y responsabilidad.
Agnes nos ha hablado de esto, a propósito de nuestra relación con la creación y con los hermanos, especialmente los más necesitados, a vivir con un estilo personal y comunitario caracterizado por el respeto, el civismo y la humanidad; con sobriedad y caridad franciscana.
Después de la fe, la segunda palabra del lema es fraternidad. Una poetisa del siglo pasado usó una expresión muy hermosa para describir esta actitud; escribió que ser hermanos quiere decir amarse reconociéndose «diferentes cual dos gotas de agua»[1]. Y es justo así. No hay dos gotas de agua iguales, ni hay dos hermanos, ni siquiera gemelos, completamente idénticos. Vivir la fraternidad, entonces, significa acogerse mutuamente reconociéndose iguales en la diversidad.
También esto es un valor estimado en la tradición de la Iglesia indonesia, y se manifiesta en la apertura con la que esta se relaciona con las diferentes realidades que la componen y la rodean, tanto en el ámbito cultural, étnico, social y religioso, como valorando el aporte de todos y ofreciendo generosamente el suyo en cada contexto. Este aspecto es importante, porque anunciar el Evangelio no significa imponer o contraponer la propia fe a la de los demás, sino dar y compartir la alegría del encuentro con Cristo (cf. 1 P 3,15-17), siempre con gran respeto y afecto fraterno por cada persona. Y en esto los invito a mantenerse siempre así: abiertos y amigos de todos —“tomados de la mano”, como dijo don Maxi— profetas de comunión en un mundo donde, sin embargo, parecería que crece cada vez más la tendencia a dividirse, imponerse y provocarse mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Y sobre este punto, quiero decirles algo: ¿saben quién es el ser más divisor del mundo? El gran divisor, el que siempre divide, pero es Jesús quien une. El diablo es el que divide, así que ¡cuidado!
Es importante que intentemos llegar a todos, como nos recordó sor Rina, con el deseo de poder traducir en Bahasa Indonesia, no sólo los textos de la Palabra de Dios, sino también las enseñanzas de la Iglesia, para que lleguen al mayor número de personas posible. Y lo señaló también Nicholas, describiendo la misión del catequista con la imagen de un “puente” que une. Esto me llamó la atención, y me hizo pensar en el maravilloso espectáculo que sería, en el gran archipiélago indonesio, la presencia de miles de “puentes del corazón” que unen a todas las islas, y aún más, en millones de esos “puentes” que unen a todas las personas que las habitan. Hay otra hermosa imagen de la fraternidad: un bordado inmenso de hilos de amor que atraviesan el mar, superan las barreras y abrazan todo tipo de diversidad, haciendo de todos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). ¡Es el lenguaje del corazón, no lo olviden!
Y llegamos a la tercera palabra: compasión, que está muy vinculada con la fraternidad. Como sabemos, en efecto, la compasión no consiste en dar limosna a hermanos y hermanas necesitados mirándolos de arriba hacia abajo, desde la “torre” de las propias seguridades y privilegios, sino al contrario, en hacernos cercanos unos a otros, despojándonos de todo lo que puede impedir inclinarnos para entrar realmente en contacto con quien está caído, y así levantarlo y .. y devolverle la esperanza (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 70). Y no sólo eso, significa además abrazar sus sueños y sus deseos de redención y de justicia, ocuparnos de ellos, ser sus promotores y cooperadores, involucrando también a los demás, extendiendo la “red” y las fronteras en un gran dinamismo comunicativo de caridad (cf. ibíd., 203). Esto no significa ser comunista, sino que significa caridad, significa amor.
Hay quienes le temen a la compasión, porque la consideran una debilidad. En cambio, exaltan, como si fuera una virtud, la astucia de los que sirven a sus propios intereses, manteniéndose distantes de los demás, sin dejarse “tocar” por nada ni por nadie, creyendo que así son más lúcidos y libres para lograr sus objetivos.
Recuerdo con tristeza a una persona muy rica de Buenos Aires, que siempre tenía el hábito de acumular, y acumular, cada vez más dinero. Murió dejando una gran herencia. La gente bromeaba diciendo: "Pobre hombre, ¡no le pudieron cerrar el ataúd!". Quería llevarse todo, pero no se llevó nada. Puede hacernos reír, pero no olviden que ¡el diablo entra por los bolsillos, siempre! Aferrarse a las riquezas como seguridad es una manera incorrecta de ver la realidad. Lo que mueve al mundo no son los cálculos del interés propio, que generalmente terminan destruyendo la creación y dividiendo a las comunidades, sino la caridad ofrecida a los demás. Esto es lo que nos hace avanzar: la caridad que se da a sí misma. La compasión no nubla la verdadera visión de la vida. Al contrario, nos hace ver mejor las cosas, a la luz del amor, y verlas con más claridad con los ojos del corazón. Me gustaría repetirlo: por favor, ¡cuidado, y no olviden que el diablo entra por los bolsillos!
A este respecto, me parece que el portal de esta catedral, en su arquitectura, resume muy bien lo que hemos dicho, en clave mariana. Este, en efecto, está sostenido, en el centro del arco ojival, por una columna sobre la que está colocada una estatua de la Virgen María. Nos muestra así a la Madre de Dios ante todo como modelo de fe, mientras simbólicamente sostiene, con su pequeño “sí” (cf. Lc 1,38), todo el edificio de la Iglesia. Su cuerpo frágil, apoyado en la columna, en la roca que es Cristo, parece llevar con Él sobre sí el peso de toda la construcción, como diciendo que esta obra, fruto del trabajo y del ingenio del hombre, no puede sostenerse sola. María aparece luego como imagen de fraternidad, en el gesto de acoger, en medio del pórtico principal, a todos los que quieren entrar. Y, por último, María es también icono de compasión, en su velar y proteger al pueblo de Dios que, con las alegrías y los dolores, las fatigas y las esperanzas, se congrega en la casa del Padre.
Queridos hermanos y hermanas, me gustaría concluir esta reflexión retomando lo que san Juan Pablo II manifestó al visitar este lugar hace algunas décadas, dirigiéndose precisamente a los sacerdotes y religiosos. Citaba el versículo del salmo: «Laetentur insulae multae» – «Regocíjense las islas incontables» (Sal 96,1) e invitaba a sus oyentes a hacerlo «testimoniando la alegría de la Resurrección y dando la [...] vida, de modo que también las islas más lejanas puedan “regocijarse” escuchando el Evangelio, del que vosotros sois predicadores, maestros y testigos» (Encuentro con los obispos, el clero y los religiosos de Indonesia, Yakarta, 10 de octubre de 1989).
Yo también renuevo esta exhortación, y los animo a seguir su misión fortalecidos en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a cada uno en la compasión. Fuertes en la fe, abiertos para acoger a todos. ¡Qué hermosa es aquella parábola del Evangelio en la que los invitados a la boda no querían acudir! ¿Qué hizo el Señor? ¿Se amargó? No, envió a sus servidores y les dijo que fueran a los cruces de los caminos para invitar a todos. Con ese mismo estilo tan hermoso, sigan adelante con fraternidad, con compasión y con unidad. Pienso en las muchas islas de aquí, tantas islas, y el Señor les dice a ustedes, buenas personas, “a todos, a todos”. De hecho, el Señor dice “¡buenos y malos!”, ¡a todos!
Renuevo esta exhortación y los animo a continuar su misión: fuertes en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a los demás en la compasión. Fe, fraternidad y compasión. Les dejo estas tres palabras, y ustedes podrán reflexionar más tarde sobre ellas. Fe, fraternidad y compasión. Los bendigo y les agradezco por tantas cosas buenas que hacen cada día en todas estas hermosas islas. Rezaré por ustedes y les pido, por favor, que recen por mí. Tengan cuidado con una cosa: ¡recen por, no en contra! ¡Gracias!