El Papa Francisco pospuso su habitual catequesis en la Audiencia General de este 28 de agosto para denunciar la situación actual de los migrantes, víctimas de la “indiferencia y el descarte”. 

A continuación, las palabras del Papa Francisco:

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Hoy, posponiendo la catequesis habitual, quisiera detenerme con vosotros para pensar en las  personas que – también en este momento – están atravesando mares y desiertos para llegar a una tierra  donde puedan vivir en paz y seguridad. 

Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en muchos testimonios que recibo, tanto de  migrantes, como de personas que se comprometen a rescatarlos. Cuando digo “mar”, en el contexto de  migración, también me refiero al océano, lago, río, todas las masas de agua traicioneras que tantos  hermanos y hermanas de cualquier parte del mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su destino. Y  “desierto” no es solo el de arena y dunas, o el rocoso, sino también todos aquellos territorios inaccesibles y peligrosos como bosques, selvas, estepas, donde los migrantes caminan solos, abandonados a su suerte. Migrantes, mar y desierto.

Las rutas migratorias actuales a menudo están marcadas por travesías de mares y desiertos, que, para  muchas, demasiadas personas, demasiadas, son mortales. Por esto hoy, he querido detenerme en este drama, en este dolor. Algunas de estas rutas las conocemos mejor, porque suelen estar a menudo bajo los reflectores; otras, la mayoría, son poco conocidas, pero no por ello menos  transitadas. 

Del Mediterráneo he hablado muchas veces, porque soy Obispo de Roma y porque es  emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay  que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los emigrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. 

No olvidemos lo que dice la Biblia: “No maltratarás ni oprimirás al emigrante” (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender. 

También algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de migrantes. A menudo,  tampoco aquí se trata de muertes “naturales”. No. A veces los llevan al desierto y los abandonan allí. Todos conocemos la foto de la mujer y la hija de Pato. Muertas de hambre y sed en el desierto. En  la era de los satélites y de los drones, hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver. Los esconden. Solo  Dios los ve y escucha su clamor. Y esta es una crueldad de nuestra civilización.

De hecho, el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico. Son  escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del pueblo guiada por Dios a  través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo  que huye de la opresión y la esclavitud. Son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación, pero al  mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación, cuánta gente pasa por los mares y los desiertos para liberarse hoy, hacia la redención, hacia la libertad y el  cumplimiento de las promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del  Refugiado 2024). 

Hay un salmo que, dirigiéndose al Señor, dice: “Tú te abriste camino por las aguas, | un vado por  las aguas caudalosas, | y no quedaba rastro de tus huellas” (77,20). Y otro canta así: “Guió por el desierto  a su pueblo: | porque es eterna su misericordia” (136,16). Estas palabras santas nos dicen que, para acompañar al pueblo en el camino de la libertad, Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a distancia, no, comparte el drama de los emigrantes, está allí con ellos, sufre con ellos, llora y espera con ellos. Nos hará bien hoy. El Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está con ellos, no con aquellos que les rechazan.

Hermanos y hermanas, en una cosa podemos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos  mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar, pero están, por desgracia. Pero no es mediante leyes más restrictivas, no es  mediante la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo conseguiremos. Por el  contrario, lo conseguiremos ampliando las rutas de acceso seguras y legales para los migrantes,  facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, la violencia, la persecución y diversas calamidades; lo  conseguiremos fomentando por todos los medios una gobernanza mundial de la migración basada en la  justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de seres humanos,  para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin piedad de la miseria ajena. Queridos hermanos y hermanas, pensad en las tantas tragedias de los migrantes, cuántos mueren en el Mediterráneo, pensad en Lampedusa, Crotone, cuántas cosas feas y tristes. 

Quisiera concluir reconociendo y alabando los esfuerzos de tantos buenos samaritanos, que hacen  todo lo posible por rescatar y salvar a los migrantes heridos y abandonados en las rutas de la esperanza  desesperada, en los cinco continentes. Estos hombres y mujeres valientes son signo de una humanidad  que no se deja contagiar por la malvada cultura de la indiferencia y el descarte, eso que mata a los migrantes. Nuestra diferencia es la actitud de descartar, quien no puede estar con ellos en primera línea, pienso en tantos valientes que están allí en primera línea, Mediterranean Saving Humans, y muchas otras asociaciones. Quienes no pueden estar  como ellos “en primera línea”, no están excluidos de esta lucha por la civilización, no podemos estar en primera línea pero no estamos excluidos, hay muchas formas de  contribuir, ante todo la oración. A vosotros, os pregunto:¿Rezáis por los migrantes, por los que vienen a nuestra tierra para salvar su vida o queréis expulsarlos?

Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los mares  y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y  fraternidad.