Una de las santas más influyentes en la historia es Santa Mónica, madre de San Agustín de Hipona, quien depositó toda su esperanza en Jesús y por varios años pidió incansablemente por la conversión de su hijo, que años después se convertiría en un Doctor de la Iglesia.

Agustín, un hijo rebelde

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Mónica, nacida Tagaste (África del Norte) en el año 332, tuvo dos hijos varones y una mujer con su esposo Patricio, un hombre que si bien era trabajador, tenía un mal carácter, era mujeriego, vicioso y pagano. 

A través de su oración, sacrificios, penitencias y esperanza puesta en Dios, logró convertir a este último antes de que falleciera. También logró la conversión de su hijo mayor, Agustín, quien la entristeció a causa de llevar una vida libertina y herética durante gran parte de su vida.

Aunque San Agustín es recordado como un hombre de una gran fe, su camino hacia la verdad de Dios no fue sencillo. De niño, mostró un carácter difícil, lo que causó mucho sufrimiento a su madre. De joven, se mantuvo desinteresado en el cristianismo y, posteriormente, su búsqueda de la verdad lo llevó a adoptar diferentes corrientes religiosas. Sin embargo, Santa Mónica nunca dejó de rezar por él.

Cuando Agustín viajó a Cartago para estudiar retórica, empezó a formar parte de la secta maniquea. Al regresar a casa y exponer herejías, Mónica lo echó de su mesa. En una ocasión, mientras discutía su preocupación con un obispo, este la alentó a no desfallecer: “Vive tranquila: ¡no puede suceder que se eche a perder el hijo de esas lágrimas tuyas!”.

Una noche, Mónica tuvo una visión que le aseguró que Agustín volvería a la fe. San Agustín narra este momento en su libro Confesiones:

“Un día, pues, estando dormida, soñó que estaba puesta de pie sobre una regla de madera, y que se le acercó un joven gallardo y resplandeciente con rostro alegre y risueño, estando ella muy afligida y traspasada de pena, el cual le preguntó la causa de su aflicción y tristeza, y de tantas lágrimas como derramaba todos los días, no para saberlo de su boca, sino para tomar de aquí ocasión de instruirla y enseñarla, como suele suceder en tales sueños. Ella le respondió que era mi perdición lo que la hacía llorar, y él le mandó entonces y le amonestó (para que viviese más segura en este punto) que reflexionase con atención y viese que donde ella estaba, allí mismo estaba yo también. Luego que oyó esto miró con atención y me vio estar junto a sí en la misma regla. ¿De dónde le vino este consuelo sino de aquella suma bondad con que atendíais a los gemidos de su corazón? ¡Oh!, ¡cuán bueno sois, Dios y Señor mío todopoderoso, que de tal suerte cuidáis de cada uno de nosotros, como si fuera el único de quien cuidáis, y de tal modo cuidáis de todos como de cada uno de por sí!”.

Sin embargo, la conversión de San Agustín no llegó tan tempranamente, en sus Confesiones, señala que este camino fue pedregoso y extenso:

Aun después de todo esto estuve yo casi por espacio de nueve años revolcándome en lo profundo del cieno, y rodeado de tinieblas de error y falsedad. Y aunque muchas veces procuré levantarme y salir del abismo profundo, con el hincapié y conatos que hacía, me hundía más adentro; y entretanto aquella viuda casta, piadosa, templada, y tal cuales son las que Vos amáis, ya más alegre con la esperanza que le habíais dado, pero no por eso menos solícita en llorar y gemir, no cesaba de importunaros a todas horas con sus oraciones y lágrimas por mi conversión, y aunque eran bien admitidos en vuestra divina presencia sus fervorosos y continuos ruegos, no obstante Vos dejabais que me envolviese y revolviese todavía más en aquella espesa oscuridad de mis errores”.

Pocas historias en la vida de los santos son tan conmovedoras como la de Santa Mónica, quien incansablemente persiguió a su hijo perdido. Según la Enciclopedia Católica, cuando Agustín se escapó a Roma a enseñar retórica, ella lo siguió, sólo para descubrir que ya había partido a Milán.

“Allí encontró a San Ambrosio y, a través de él, finalmente tuvo la alegría de ver a Agustín ceder, después de diecisiete años de resistencia. Madre e hijo pasaron seis meses de verdadera paz en Casiacum, después de los cuales Agustín fue bautizado en la iglesia de San Juan Bautista en Milán. Sin embargo, África los reclamó y emprendieron su viaje, deteniéndose en Civit' Vecchia y en Ostia. Allí la muerte alcanzó a Mónica y las mejores páginas de sus ‘Confesiones’ fueron escritas como resultado de la emoción que experimentó entonces Agustín”, explica la Enciclopedia.

San Agustín narra el poder de la oración de su madre Mónica

En su libro Confesiones, San Agustín se refiere a la fe y la oración inquebrantable de su madre: “Habiendo, pues, oído que ya habíais hecho en mí mucha y gran parte de lo que todos los días os pedía con lágrimas que hicieseis (pues si yo no estaba todavía aquietado en la verdad, estaba ya quitado del error y falsedad), no por eso se alteró su corazón con ningún movimiento de alegría inmoderada, antes bien porque estaba muy segura de que también le habíais de conceder la parte que faltaba, porque Vos le habíais prometido el todo, me respondió muy sosegadamente y con un corazón lleno de confianza, que la fe que tenía en Jesucristo le hacía esperar firmemente que antes que ella saliese de esta vida me había de ver católico cristiano”.

“Esto es lo que me dijo a mí; pero delante de Vos, fuente inagotable de misericordias, multiplicaba oraciones y derramaba más copiosas lágrimas para que os dignaseis acelerar vuestros auxilios y alumbrar mis tinieblas. Acostumbraba acudir más cuidadosa y apresuradamente a vuestro templo, y pendiente de las palabras de Ambrosio recibía de su boca aquellas aguas vivas que dan la vida eterna, pues ella amaba y respetaba a aquel varón santo como a un ángel de Dios, porque sabía que él era quien me había puesto en aquel estado de dudas en que yo vacilaba, el cual presentía mi madre con toda certidumbre que era el medio por donde había yo de pasar desde mi dolencia a la sanidad”, añade.

En su lecho de muerte, Santa Mónica le dijo a su hijo, según palabras del santo: “Hijo, por lo que a mí toca, ya ninguna cosa me deleita en esta vida. Yo no sé qué he de hacer de aquí en adelante en este mundo, ni para qué he de vivir aquí, no teniendo cosa alguna que esperar en este siglo. Una sola cosa había, por la cual deseaba detenerme algún poco de tiempo en esta vida, que era por verte católico cristiano, antes que muriese. Esto me lo ha concedido mi Dios más cumplidamente de lo que yo deseaba; pues, además de esto, te veo en el número y clase de aquéllos que, despreciando toda felicidad terrena, se dedican totalmente a su servicio. Pues ¿qué hago yo en este mundo?”.

La perseverancia en la oración de Santa Mónica logró la conversión de su hijo, San Agustín, dejando un legado de fe y esperanza para quienes buscan la conversión de sus seres queridos hasta hoy, varios siglos después.