El Papa Francisco ha pronunciado este miércoles 21 de agosto la sexta catequesis del ciclo titulado El Espíritu y la Esposa que inició el pasado 29 de mayo y que en esta ocasión está centrada en la venida del Espíritu Santo sobre Jesús en el bautismo en el río Jordán.

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Hoy reflexionamos sobre el Espíritu Santo que viene sobre Jesús en el bautismo en el Jordán y se difunde desde él en su cuerpo, que es la Iglesia. En el Evangelio de Marcos se describe así la escena del bautismo de Jesús: «En aquellos días, Jesús vino de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y en seguida, al salir del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu que descendía hacia él como una paloma. Y se oyó una voz del cielo: 'Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia'» (Mc 1,9-11). Esto, en el Evangelio de Marcos.

Toda la Trinidad se reunió en aquel momento a orillas del Jordán. Está el Padre que se hace presente con su voz; está el Espíritu Santo que desciende sobre Jesús en forma de paloma; y está aquel a quien el Padre proclama como su Hijo amado. Es un momento importante de la Revelación y de la historia de la salvación este pasaje del Evangelio.

¿Qué sucedió en el bautismo de Jesús que fue tan importante para que todos los evangelistas lo relaten? La respuesta la encontramos en las palabras que Jesús pronuncia poco después en la sinagoga de Nazaret, con clara referencia al acontecimiento del Jordán: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido» (Lc 4,18).

En el Jordán, Dios Padre “ungió con el Espíritu Santo”, es decir, ungió a Jesús como Rey, Profeta y Sacerdote. De hecho, los reyes, profetas y sacerdotes eran ungidos con aceite perfumado en el Antiguo Testamento. En el caso de Cristo, en lugar del aceite físico, está el aceite espiritual que es el Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu que desciende sobre Jesús.

Jesús estaba lleno del Espíritu Santo desde el primer momento de su Encarnación. Aquella, sin embargo, era una “gracia personal”, incomunicable; ahora, en cambio, recibe la plenitud del don del Espíritu para su misión que, como cabeza, comunicará a su cuerpo que es la Iglesia. Por eso la Iglesia es el nuevo “pueblo real, profético y sacerdotal”. El término hebreo “Mesías” y el correspondiente griego “Cristo”, ambos referidos a Jesús, significan “ungido” con el óleo de la alegría. Nuestro mismo nombre de “cristianos” será explicado por los Padres en el sentido literal de “ungidos a imitación de Cristo”[1].

Hay un salmo en la Biblia que habla de un aceite perfumado que se derramaba sobre la cabeza del sumo sacerdote Aarón y descendía hasta el borde de su manto (cf. Sal 133,2). Esta imagen poética, utilizada para describir la felicidad de vivir juntos como hermanos, se ha convertido en una realidad espiritual y mística en Cristo y en la Iglesia. Cristo es la cabeza, nuestro Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo es el óleo perfumado y la Iglesia es el cuerpo de Cristo en el que se difunde.

Hemos visto por qué el Espíritu Santo, en la Biblia, está simbolizado por el viento y, de hecho, toma de él su propio nombre, Ruah. También vale la pena preguntarse por qué está simbolizado por el aceite, y qué lección práctica podemos extraer de este símbolo. En la Misa del Jueves Santo, al consagrar el óleo llamado “Crisma”, el obispo, refiriéndose a los que recibirán la unción en el Bautismo y la Confirmación, dice: «Que esta unción los penetre y santifique, para que, liberados de su corrupción nativa y consagrados como templo de su gloria, difundan la fragancia de una vida santa». Es una aplicación que se remonta a San Pablo, que escribe a los Corintios: «Porque somos ante Dios el olor de Cristo» (2 Co 2,15). La unción produce el perfume. Los consagrados que viven esta unción con alegría perfuman a la Iglesia.

Sabemos que, por desgracia, a veces los cristianos no difunden la fragancia de Cristo, sino el mal olor de su propio pecado.

No lo olvidemos nuca: el pecado nos aleja de Jesús. El diablo, no se olviden, el diablo entra normalmente a través de los bolsillos.

Pero esto no debe distraernos de nuestro compromiso de realizar, en la medida de nuestras posibilidades y cada uno en su ambiente, esta sublime vocación de ser el buen olor de Cristo en el mundo. La fragancia de Cristo emana de los “frutos del Espíritu”, que son «amor, alegría, paz, magnanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22).

Una persona con amor, gozosa, que crea la paz; una persona magnánima; una persona benévola, una persona buena… Es hermoso encontrar una persona buena, una persona fiel, una persona mansa que no sea envidiosa.

Alguno sentirá un poco de esta fragancia cuando nos encontremos en medio de estas personas. Que seamos cada vez más conscientes de ser ungidos por Él.