Cuando Ignacio de Loyola se encontró postrado en cama con una pierna destrozada, todos sus grandes sueños y planes quedaron en el pasado. Arrogante, terco y de temperamento fuerte, Ignacio era un soldado en su esencia y destacaba en el campo de batalla.
Hasta ese momento, su vida como soldado español se extendía ante él: simple, directa y gloriosa. Pero en esta ocasión, una bala de cañón había destrozado una de sus piernas. Su gloriosa carrera militar había terminado. Ignacio estaba en un callejón sin salida.
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Este fue sólo el primero de muchos callejones sin salida, pero en última instancia, fueron parte del proceso de convertirse en santo. A veces es demasiado fácil imaginar que el camino de los santos hacia la santidad fue sencillo, que, a pesar de cualquier enfermedad o tentación de Satanás, al menos sabían claramente cuál era la voluntad de Dios para ellos. Pero durante casi 20 años después de su conversión, Ignacio tenía muy poca idea de lo que estaba haciendo. Enfrentó fracasos, decepciones, enfermedades y una severa oscuridad espiritual. Su viaje nos ofrece un plan de batalla para navegar nuestros propios callejones sin salida.
Un final repentino puede ser un nuevo comienzo
Muchos conocen la clásica historia de la famosa conversión de Ignacio en su lecho de enfermo: aburrido e inquieto, pidió novelas de romance y caballería, pero le dieron sobre la “Vida de Cristo y los Santos”. Ese fervor de soldado que antes se alimentaba de caballeros errantes y batallas gloriosas encontró nueva energía en el celo desinteresado de los santos. Ignacio ofreció incondicionalmente su vida a Cristo. Lo que inicialmente parecía el fin de todos sus sueños se convirtió de repente en la puerta a una vida totalmente nueva.
Inspirado por el fervor de los santos, Ignacio comenzó de inmediato un intenso régimen de oración, sacrificio y pobreza. Pero su oración estaba plagada de escrúpulos y depresión. Ignacio estaba tan atormentado que, según la Enciclopedia Católica de New Advent, se sintió tentado a quitarse la vida.
“Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo”
Aunque abrumado por esta oscuridad, Ignacio se aferró al conocimiento de que cualquier tendencia a la ansiedad y la desesperación no provenía de Dios. Sin duda, este conocimiento ofrecía poco consuelo al principio, pero Ignacio fue lentamente aliviado. A través de la perseverancia en la oración y la total confianza en la bondad amorosa de Dios, había atravesado lo que debieron ser las noches más oscuras de su vida y salido al otro lado.
La gran santidad se forja en el sacrificio diario
Ignacio nunca perdió su amor por la oración y el sacrificio, y las ideas que obtuvo en la contemplación se convirtieron en sus famosos Ejercicios Espirituales. La orden jesuita comenzó como un grupo de amigos universitarios que él reunió para rezar estos “ejercicios espirituales”.
A través de la oración, el sacrificio y el sufrimiento paciente, Ignacio formó su propia alma en virtud, y a través de sus conocimientos espirituales, pudo guiar a muchas de las mentes jóvenes más brillantes de Europa hacia una vida dedicada a la Iglesia.
Nuestros talentos son dones de Dios
Desde el principio, Ignacio había anhelado ser misionero. Era un líder natural y un soldado, con todo el dinamismo, convicción, coraje y resistencia necesarios para la difícil vida misionera. Soñaba con convertir a los turcos en Tierra Santa. Pero este plan fracasó cuando los franciscanos encargados de velar por los cristianos allí le negaron la entrada a Jerusalén, según el libro The Cleaving of Christendom (La Escisión de la Cristiandad) de Warren Carroll.
Decepcionado, Ignacio regresó a España para predicar y enseñar en su tierra natal, pero fue arrestado por la Inquisición, que temía que un maestro sin educación pudiera propagar inadvertidamente la herejía.
Sin embargo, su fervor misionero no se extinguió. Y la Iglesia desesperadamente necesitaba misioneros, sólo que no de la manera que Ignacio había imaginado. Europa se tambaleaba en el caos de la Reforma Protestante. La gente necesitaba una enseñanza clara y ejemplos ardientes de santidad para volver a la Iglesia.
Ignacio no tenía educación. Difícilmente era el hombre para fundar una orden de maestros, y ciertamente no tenía grandes sueños de confrontar los problemas de la cristiandad. Pero al menos vio que, si quería ser un misionero efectivo en la cultura actual, debía estar bien educado, y ciertamente tenía el celo y la terquedad necesarios para asumir la tarea desalentadora. Así que durante los siguientes 11 años, fue a la escuela, comenzando en la escuela primaria con niños y pasando al estudio de la filosofía y la teología en las mejores universidades de España y Francia.
Fue durante sus años en la universidad que se formó la Compañía de Jesús. Estos hombres se sintieron atraídos por el celo y la santidad de Ignacio, y acudieron a él en busca de consejo y aliento. Los reunió, y pronto nació una hermandad. Los amigos fueron ordenados sacerdotes y se ofrecieron en humilde servicio al papa.
Los jesuitas fueron enviados en misiones para enseñar y predicar por toda Europa y en las nuevas tierras misioneras en el Lejano Oriente. Ignacio, sin embargo, quedó solo en Roma para gestionar los asuntos de la orden. Pero siempre había poseído un talento para el liderazgo, y desde lejos instruyó, alentó y organizó.
En pocos años, los jesuitas eran solicitados en todas partes. Ignacio había querido ser misionero en tierras extranjeras, pero permitió que el Señor lo llevara de regreso a su España natal, a la ardua tarea de la educación, y a usar finalmente sus talentos de convicción y carisma para convertirse en uno de los líderes de la Contrarreforma en Europa.
Un santo patrono para tiempos difíciles
San Ignacio es un gran patrono para las personas que enfrentan tiempos difíciles. Ya sea tomando decisiones difíciles, recuperándose de eventos inesperados, pasando por enfermedades físicas u oscuridad espiritual, Ignacio de Loyola enfrentó situaciones similares.
Durante el periodo de su vida en el que debería haberse estado asentando en una carrera estable, ganando dinero y honor, y preparándose para una jubilación cómoda, Ignacio estaba revaluando toda su cosmovisión. No sólo hizo un cambio radical al convertirse de soldado de España a soldado de Cristo, sino que luego enfrentó muchas tribulaciones de enfermedad, persecución, duda y fracaso. Ignacio entregó su vida totalmente a Cristo, pero esto no significaba que su vocación estuviera clara.
Al final, fue a través de la oración, el sacrificio y el estudio que Ignacio se convirtió en el santo fundador de la orden jesuita. Sin ninguna expectativa de grandeza, Ignacio se dedicó a hacer para el Señor lo que mejor sabía hacer. Formó su propia alma en virtud, y con su pasión innata y talento para el liderazgo, comenzó a reunir y guiar a sus amigos en la misma vida de santidad. Casi por accidente (y sin embargo, por supuesto, no por accidente en absoluto), el grupo se encontró con una misión para servir a la Iglesia en un momento en que la Iglesia desesperadamente los necesitaba.
Ignacio no sabía en aquel lejano día en que su pierna fue derribada que, en el mismo año, el intento de cuatro años de la Iglesia de reconciliarse con Martín Lutero había llegado a un clímax. Incapaz de persuadir a Lutero de retractarse de su herejía, la Iglesia lo excomulgó formalmente. La batalla espiritual por Europa había comenzado.
En este momento de la historia, Dios necesitaba un misionero y reformador con el coraje, celo y experiencia práctica para confrontar la confusión y el caos de Europa y llevar la fe a tierras recién descubiertas. Eligió a Ignacio de Loyola.
Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.
Nota del editor: Jessica Pipes es graduada del Thomas Aquinas College y escribe desde Wildwood, Missouri. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a su autora.