El Papa Francisco continuó en la Audiencia General de este miércoles con su ciclo de catequesis sobre “el Espíritu y la esposa”. Este 5 de junio reflexionó sobre el Espíritu de Dios y la libertad. 

A continuación, la catequesis completa del Santo Padre:

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

En la catequesis de hoy me gustaría reflexionar con ustedes sobre el nombre con el que se llama al  Espíritu Santo en la Biblia.  

Lo primero que conocemos de una persona es su nombre. Por él la llamamos, la distinguimos, y la  recordamos. La tercera persona de la Trinidad también tiene un nombre: se llama Espíritu Santo. Pero  “Espíritu” es la versión latinizada. El nombre del Espíritu, aquel por el que lo conocieron los primeros  destinatarios de la revelación, por el que lo invocaron los profetas, los salmistas, María, Jesús y los Apóstoles, es Ruaj, que significa soplo, viento, aliento. 

En la Biblia, el nombre es tan importante que casi se identifica con la persona misma. Santificar el  nombre de Dios, es santificar y honrar a Dios mismo. Nunca es un apelativo meramente convencional:  siempre dice algo sobre la persona, su origen o su misión. Lo mismo ocurre con el nombre Ruaj. Contiene  la primera revelación fundamental sobre la persona y la función del Espíritu Santo.

Precisamente observando el viento y sus manifestaciones, los escritores bíblicos fueron conducidos por Dios a descubrir un “viento” de naturaleza diferente. No es casualidad que en Pentecostés el Espíritu Santo descendiera sobre los Apóstoles acompañado por el “ruido de un viento impetuoso”. (cf.  Hch 2,2). Era como si el Espíritu Santo quisiera poner su firma en lo que estaba sucediendo. 

¿Qué nos dice, pues, su nombre Ruaj sobre el Espíritu Santo? La imagen del viento sirve ante todo para expresar el poder del Espíritu divino. “Espíritu y poder”, o “poder del Espíritu” es una combinación  recurrente en toda la Biblia. Pues el viento es una fuerza arrolladora e indomable. Es capaz incluso de  mover océanos.  

Una vez más, sin embargo, para descubrir el pleno significado de las realidades de la Biblia, no  hay que detenerse en el Antiguo Testamento, sino llegar a Jesús. Junto al poder, Jesús destacará otra característica del viento, la de su libertad. A Nicodemo, que le visita por la noche, le dice solemnemente:  “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va: así es todo el  que nace del Espíritu” (Jn 3, 8). 

El viento es la única cosa que no se puede refrenar, no se puede “embotellar” ni encajonar. ¿tratamos de embotellar o encajonar el viento? No es posible, es libre. Pretender encerrar al Espíritu Santo en conceptos, definiciones, tesis o tratados, como a veces ha  intentado hacer el racionalismo moderno, es perderlo, anularlo o reducirlo al espíritu humano puro y simple. Existe, sin embargo, una tentación similar en el ámbito eclesiástico, y es la de querer encerrar al  Espíritu Santo en cánones, instituciones, definiciones. El Espíritu crea y anima instituciones, pero él  mismo no puede ser “institucionalizado”, cosificado. El viento sopla “donde quiere” (1 Cor 12, 11), así el Espíritu distribuye sus dones como quiere.

San Pablo hará de ello la ley fundamental de la acción cristiana: “Donde está el Espíritu del Señor,  allí hay libertad” (2 Co 3.17), dice él. Una persona libre, un cristiano libre, es aquel que tiene el Espíritu del Señor. Se trata de una libertad muy especial, muy distinta de la que se entiende comúnmente. No es libertad para hacer lo que uno quiera, sino libertad para hacer libremente lo que Dios  quiera. No libertad para hacer el bien o el mal, sino libertad para hacer el bien y hacerlo libremente, es  decir, por atracción, no por compulsión. En otras palabras, libertad de hijos, no de esclavos. 

San Pablo es muy consciente de los abusos y malentendidos que se pueden hacer de esta libertad; escribe a los gálatas: “ustedes, hermanos, a libertad fueron llamados; solo que no usen la libertad  como pretexto para la carne, sino sírvanse por amor los unos a los otros” (Gal 5, 13). Se trata de una  libertad que se expresa en lo que parece ser su opuesto, se expresa en el servicio, y en el servicio está la verdadera libertad.  

Sabemos bien cuándo esta libertad se convierte en un “pretexto para la carne”. Pablo hace una  lista siempre actual: “Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, brujería, enemistades, discordias, celos,  disensiones, divisiones, facciones, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes” (Gal 5,19-21). Pero  también lo es la libertad que permite a los ricos explotar a los pobres, a los fuertes explotar a los débiles y a todos explotar impunemente el medio ambiente.  Y esta es una libertad fea, no es la libertad del Espíritu.

Hermanos y hermanas, ¿de dónde sacamos esta libertad del Espíritu, tan contraria a la libertad del  egoísmo? La respuesta está en las palabras que Jesús dirigió un día a sus oyentes: “Si el Hijo los hace  libres, serán realmente libres” (Juan 8: 36). La libertad que nos da Jesús. Pidamos a Jesús que nos haga, a través de su Espíritu Santo,  hombres y mujeres auténticamente libres. Libres para servir, en el amor y la alegría. Gracias.