En la Audiencia General de este 15 de mayo, el Papa Francisco reflexionó sobre la virtud de la caridad, “el amor que viene de Dios”.

A continuación, la catequesis completa del Santo Padre:

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Hoy hablaremos de la tercera virtud teologal, la caridad. Las otras dos, recordamos, son la fe y la esperanza. Hoy hablaremos de la tercera, la caridad. Es el culmen de todo el itinerario que  hemos recorrido con las catequesis sobre las virtudes. Pensar en la caridad ensancha inmediatamente el  corazón, y la mente, corre hacia las inspiradas palabras de San Pablo en la Primera Carta a los Corintios.  

Como conclusión de ese maravilloso himno, el Apóstol cita la tríada de las virtudes teologales y  exclama: “En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor” (1  Co 13,13). 

Pablo dirige estas palabras a una comunidad que distaba mucho de ser perfecta en el amor  fraterno: los cristianos de Corinto eran más bien pendencieros, había divisiones internas, había quienes  pretendían tener siempre la razón y no escuchaban a los demás, considerándolos inferiores. A ellos Pablo les recuerda que la ciencia engríe, mientras que la caridad edifica (cf. 1 Co 8,1). A continuación, el Apóstol recoge un escándalo que afecta incluso al momento de mayor unidad de una comunidad cristiana,  a saber, la “Cena del Señor”, la celebración de la Eucaristía: incluso allí hay divisiones, y hay quien aprovecha para comer y beber excluyendo a los que no tienen nada (cf. 1 Co 11,18-22). Frente a esto, Pablo pronuncia un juicio severo: “Así pues, cuando se reúnen, lo suyo ya no es comer la cena del Señor” (v. 20).  Ustedes tienen otro ritual, qué pagano, no es la Cena del Señor.

Quién sabe, tal vez nadie en la comunidad de Corinto pensara que había pecado y aquellas duras  palabras del Apóstol sonaban un poco incomprensibles para ellos. Probablemente todos estaban convencidos de que  eran buenas personas y, al ser interrogados sobre el amor, habrían respondido que el amor era, sin duda,  un valor importante para ellos, al igual que la amistad y la familia. Incluso hoy en día, el amor está en  boca de todos, está en la boca de muchos “influencers"”y en los estribillos de muchas canciones. Se habla mucho del amor, pero ¿qué es el amor?

“¿Pero el otro amor?”, parece preguntar Pablo a sus cristianos de Corinto. No el amor que sube,  sino el que baja; no el que quita, sino el que da; no el que aparece, sino el que está oculto. A Pablo le  preocupa que en Corinto -como también entre nosotros hoy- haya confusión y que, de la virtud teologal, la del amor,  la que nos viene sólo de Dios, en realidad no haya ni rastro. Y si incluso de palabra todos aseguran que  son buenas personas, que aman a su familia y a sus amigos, en realidad saben muy poco del amor de  Dios.  

Los cristianos de la antigüedad tenían varias palabras griegas para definir el amor. Finalmente,  surgió la palabra “ágape”, que normalmente traducimos por “caridad”. Porque, en realidad, los cristianos  son capaces de todos los amores del mundo: también ellos se enamoran, más o menos como le ocurre a  todo el mundo. También experimentan la bondad de la amistad. Asimismo, experimentan el amor a la patria y el amor universal a toda la humanidad. Pero hay un amor más grande, que viene de Dios y se  dirige a Dios, que nos empuja a amar a Dios, a convertirnos en sus amigos, y nos impulsa a amar al  prójimo como Dios lo ama, con el deseo de compartir la amistad con Dios. Este amor, por causa de  Cristo, nos lleva a donde humanamente no iríamos: es amor por los pobres, por lo que no es amable, por los que no nos quieren y no son agradecidos. 

Es amor por lo que nadie amaría; incluso por el enemigo, incluso por el enemigo.  Esto es "teologal", es decir, viene de Dios, es obra del Espíritu Santo en nosotros. Jesús predica, en el Sermón de la Montaña: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen?  También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen bien solo a los que les hacen bien, ¿qué  mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6,32-33). Y concluye: “Por el contrario, amen  a sus enemigos, (nosotros estamos acostumbrados a hablar sobre nuestros enemigos). “Amen a vuestros enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada; será grande su recompensa y serán hijos del  Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos” (v. 35).  Recordemos esto: por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y presten sin esperar nada. No olvidemos eso. 

En estas palabras, el amor se revela como una virtud teologal y toma el nombre de “caridad”.  El amor es caridad. Enseguida nos damos cuenta de que es un amor difícil, incluso imposible de practicar si no se vive en  Dios. Nuestra naturaleza humana nos hace amar espontáneamente lo que es bueno y bello. En nombre de  un ideal o de un gran afecto podemos incluso ser generosos y realizar actos heroicos. Pero el amor de  Dios va más allá de estos criterios. El amor cristiano abraza lo que no es amable, ofrece el perdón, qué difícil es perdonar, cuánto amor requiere perdonar. El amor cristiano bendice a los que maldicen. Y nosotros estamos acostumbrados, frente a un insulto o maldición, a responder con otro insulto, con otra maldición.  

Es un amor tan audaz que parece casi imposible, y sin embargo es lo único  que quedará de nosotros. El amor es la “puerta estrecha” por la que debemos pasar para entrar en el Reino de Dios. Porque al atardecer de la vida no seremos juzgados por el amor genérico, sino precisamente por la caridad, sobre el amor que nosotros hemos tenido en concreto. Y Jesús nos dice esto, tan bonito: "En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo  hicieron" (Mt 25,40). Esta es la cosa bella, la cosa grande del amor. Adelante y valentía.