Este viernes 26 de abril se estrena en España la película Un ángel llamado Rebeca sobre la vida de la Sierva de Dios Rebeca Rocamora, una joven española que falleció el Domingo de Pentecostés de 1996 a los 20 años, tras padecer una larga enfermedad.
Con motivo de la llegada del documental a más de 60 salas de cine, en el que interviene el Obispo de Orihuela-Alicante Mons. José Ignacio Munilla, y que está dirigido por José María Zavala, especializado en trasladar a la gran pantalla la vida de santos como el Padre Pío o del Beato Carlo Acutis, ACI Prensa ha podido conversar con Laura Rocamora, hermana de Rebeca.
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La fama de santidad de Rebeca
La película se nutre del abundante material audiovisual del archivo familiar de los Rocamora, que se inició cuando el padre de las cuatro hermanas, de las que Rebeca era la segunda, compró una cámara mientras trabajaba en Panamá.
Una de las secuencias más impactantes de la película es quizás la que recoge cómo el pueblo de Granja de Rocamora (Alicante, España) se volcó el día del funeral tras el fallecimiento de Rebeca. Centenares de personas acompañaron la comitiva funeraria desde la casa familiar hasta la parroquia, portando numerosas coronas de flores de gran tamaño.
Laura Rocamora explica que durante el funeral, pero también desde el momento de su muerte, “fue sorprendente, primero para la familia” y que no fue hasta un poco después que supieron que “eso es lo que denominan fama de santidad”.
La sorpresa radica en que “Rebeca tuvo una vida muy sencilla” y aunque, debido a cómo afrontó su enfermedad, “era luz para la familia”, su hermana reconoce que vivieron aquellos momentos con cierto grado de incredulidad: “Nunca podríamos imaginarnos, y tan pronto, desde el mismo día de su muerte, que su vida trascendiera” de esa manera. “Fue morir y dar fruto”, añade, aludiendo a la conocida expresión evangélica sobre el grano de trigo.
No en vano, desde que falleciera —“eran las 9 de la noche”, recuerda Laura—, “empezó a llegar gente a casa, pero no sólo del pueblo, sino de montones de sitios: de Elche, de Alicante, de Murcia, de Cartagena… Nos mirábamos y decíamos: ‘No sé, no lo conocemos de nada. ¿De dónde viene?’”.
Durante el tiempo de velatorio, muchos de quienes pasaban a presentar sus respetos ante el cuerpo inerte de Rebeca, y a dar el pésame a su familia, decían: “No sé qué tiene, pero esta niña parece santa”, explica.
“Algunos ponían la mano [de Rebeca] por algún lugar que les dolía” o empezaban a “pasarle rosarios por el cuerpo”, explica Laura. Ante estos hechos. El párroco de entonces, el P. José Ruiz Costa, fallecido en 2020, pidió a los presentes que le dejaran a solas con la familia.
“La Iglesia no tardará mucho en darse cuenta”
Laura recuerda muy bien ese momento. Tenía 18 años y es la tercera hermana, la que sigue a Rebeca. El párroco, ya en la intimidad familiar, quiso compartir algo que palpitaba en su corazón de pastor:
“Yo no tengo autoridad para decirlo públicamente, pero aquí el Señor ha hecho una obra muy grande y muy hermosa con Rebeca y la Iglesia no tardará mucho en darse cuenta”, rememora Laura, quien habla con entusiasmo, pero con sencillez, de todo lo sucedido.
“Fue la primera persona que desde el ámbito eclesial dijo algo así”, continúa. Ese verano, comenzaron a llegarles testimonios sobre lo que Rebeca, una chica sencilla de parroquia, catequista y divertida había supuesto en sus vidas.
Laura reconoce que, en la vida familiar “sabíamos de cositas que nos estaban pasando con ella”, pero las vivían con cierta normalidad, sin conocer cómo había impactado su vida en otras personas.
Una rosa en el cementerio
El cementerio de Granja de Rocamora dista apenas 500 metros del Ayuntamiento y la Iglesia de San Pedro Apóstol. Como explica Laura “está prácticamente en el centro del pueblo”. Allí acudían a diario los padres de Rebeca y sus hermanas a visitar el nicho donde está sepultada y al llegar al camposanto “todos los días nos encontrábamos una rosa”.
Uno de esos días, un chico del pueblo que había tropezado con el mundo de las drogas, le explicó a Mari Rosi, la madre de Rebeca, que era él quien colocaba la flor. Según explica Laura, el joven, debido a su situación, estaba un poco marginado por el pueblo. Al encontrarse con la madre de Rebeca, le dijo: “Recuerdo estar sentado muy cerca del estanco, en un portal. La gente ni volvía la cara para mirarme. Pero tu hija, cada vez que pasaba, me sonreía”.
Pasado un tiempo, el chico cayó gravemente enfermo y sus allegados contaron a la familia de Rebeca que tenía una estampa de la joven y que, pese a no creer, se encomendaba a ella, a su manera: “Rebequita, muñequita, ayúdame”.
Conocer esta historia le impactó a Laura: “Me sobrecogió lo que podía hacer la sonrisa de Rebeca, una cosa que cuesta tan poco darla, pero que a veces no la valoramos. Y cómo ese chico también tuvo la capacidad de verlo”.
Tres meses “de cielo”
Rebeca había caído enferma poco después de hacer su Primera Comunión, cuando le detectaron un tumor en la hipófisis, una glándula situada en la base del cráneo. No le daban mucha esperanza, pero tras seis meses de tratamiento en el Hospital Puerta de Hierro en Madrid, salió adelante.
Sin embargo, le habían quedado secuelas. “Era súper deportista, jovial, le gustaba bailar”, recuerda su hermana, pero la medicación y las revisiones siempre estaban presentes.
Durante esos años “sacó sus estudios con bastante esfuerzo por su enfermedad, pero lo más importante para ella, donde puso todo su amor fue en ser catequista. Y en esas, vuelve a ponerse delicada de salud”. Le diagnosticaron un nuevo tumor en el sistema nervioso central.
“Fue una cosa muy dura. Nos dijeron que no iba a vivir más de una semana. Pero el Señor nos la dejó tres meses. Fueron tres meses de cielo”, resume Laura. Rebeca tenía 19 años, cerca de cumplir 20.
“Me voy al cielo y poco a poco me llevaré a los que quiero”
Ese “cielo” se reflejaba en algunos detalles. “Nunca la oí quejarse, jamás, de nada, ni pedir nada especial, ni siquiera un ‘ponme la almohada de este lado’”, a pesar de que estuvo con parálisis y, a última hora, encamada. “Lo que le hicieran, bien hecho estaba”, incide.
En ese tiempo, el párroco alguna vez le decía: “Rebeca, pide al Señor la salud”. Ella lo hacía, según atestigua su hermana. Pero, en un momento dado su petición fue mucho más profunda y, como si hubiera tenido alguna revelación comenzó a orar en estos términos: “El Señor ya sabe que si conviene me tiene que dar la salud. Yo sólo le pido que me aumente la fe para seguir confiando y abandonándome en lo que Él quiera”, recuerda Laura.
En esos tiempos no era extraño oír a Rebeca consolar a la familia, quitando hierro a sus padecimientos, como cuando decía: “No te preocupes, soy el pararrayos de la familia”.
En una visita del entonces Obispo de Orihuela, Mons. Pablo Barrachina, Rebeca pronunció una frase especial, “como si hubiera estado esperando a que hubiera una autoridad eclesiástica” para decirla, explica su hermana: “Me voy al cielo y poco a poco me llevaré a los que quiero”.
Laura detalla que el prelado le pidió que explicara qué quería decir. Ella contestó: “Pues que yo estaré en el cielo intercediendo por todas esas personas que quiero. Estaré junto a Dios intercediendo por ellas”.
Para comprender el alcance de estas expresiones, Laura añade que su hermana “no era una persona de palabrería. Oír esas palabras en ella era para tomárselas en serio. Lo decía con toda la convicción como si de alguna manera Dios le hubiese revelado lo que quería de ella”.
Durante esos últimos meses, Rebeca se las arreglaba para que los más alejados, pudieran vivir algo de su cielo, pese a la enfermedad. Por eso, cuando le preguntaban cuándo podrían visitarla, los citaba justo a la hora en que celebraban la Misa al pie de su cama. “Y lo hacían con mucho gusto, aunque no fueran practicantes”, rememora Laura.
A una hermana “se le reza con seguridad”
¿Cómo se reza a una hermana, cuando se tiene la certeza interior de que vivió y murió santamente? La pregunta produce un quiebre de emoción en Laura. Son muchos los que le piden que rece a su hermana por las más diversas intenciones. También lo hizo por su madre, que pasó un cáncer de mama dos años atrás.
“Le pido muchísimo a Rebeca y la siento conmigo. Con independencia de que sea mi hermana, me ha transformado la vida”, explica Laura, quien, ante los avatares de cada día, recuerda “la virtud que mi hermana tuvo en determinados momentos que a mí me cuestan y que me supone una lucha interior”.
Laura afirma que a una hermana “se le reza con seguridad”. Y lo explica: “No es que yo tenga el cielo ganado porque tenga una hermana que pueda llegar a ser santa. Me tengo que santificar yo, eso está claro. Pero sí que es cierto que hay un camino abierto, en el que Rebeca me dice: ‘Laura, ve por ahí, el Señor quiere de ti esto’ en el día a día”.
El “apóstol de tía Rebeca”
Como es natural, la corta vida de Rebeca también deja huella en sus sobrinos, que no llegaron a conocerla, aunque no son del todo ajenos. “Con total normalidad”, detalla Laura, la han visitado a menudo en el cementerio.
Para comprender cómo fue la vida de Rebeca y qué significa que esté en marcha su proceso de canonización, las hermanas de esta Sierva de Dios se esfuerzan en transmitir “de forma adecuada a su edad, que la tía murió de una enfermedad, pero que vivió durante su vida haciendo el bien, ayudando a los demás, queriendo mucho a Jesús y a la Virgen, y que ahora está en el cielo intercediendo por nosotros como un ángel”.
Laura tiene un hijo y una hija. El chico, le dijo recientemente: “Mamá yo voy a ser apóstol de la tía Rebeca”, como queriendo decir que iba a hablar mucho de su tía a la que no conoció en persona, pero de quien tiene una estampa en su habitación.
Más allá de esto, la familia Rocamora viven todo lo acontecido en torno a Rebeca con sencillez y normalidad: “Intentamos vivirlo con la máxima humildad, porque al final es un regalo que Dios ha permitido. Nosotros no somos mejores que nadie y seguimos nuestro propio camino de santificación”, expone Laura.
Sin embargo, como se refleja en la película con numerosos testimonios, no es infrecuente que en el pueblo les recuerden el paso de su hermana por la vida terrena que dejó una señal al partir: el olor de santidad tantas veces recogido en las biografías de los santos.