El Papa Francisco continuó en la Audiencia General de este miércoles con su ciclo de catequesis sobre las virtudes. Este 3 de abril, reflexionó sobre la justicia, “la virtud social por excelencia”.
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Aquí llegamos a la segunda de las virtudes cardinales: la justicia. Es la virtud social por excelencia. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: “La virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido” (n. 1807), esta es la justicia. A menudo, cuando se nombra la justicia, se cita también el lema que la representa: “unicuique suum – a cada uno lo suyo”. Es la virtud del derecho, que trata de regular las relaciones entre las personas con equidad.
Está representada alegóricamente por la balanza, porque su objetivo es “equilibrar la balanza” entre los hombres, sobre todo cuando corre el riesgo de verse distorsionada por algún desequilibrio. Su finalidad es que en una sociedad cada uno sea tratado según su dignidad. Pero los antiguos maestros ya enseñaban que esto requiere también otras actitudes virtuosas, como la benevolencia, el respeto, la gratitud, la afabilidad, la honestidad: virtudes que contribuyen a la buena convivencia entre las personas.
Todos comprendemos como la justicia sea fundamental para la convivencia pacífica en la sociedad: un mundo sin leyes que respeten los derechos sería un mundo en el que es imposible vivir, se parecería a una jungla. Sin justicia no hay paz, sin justicia no hay paz. De hecho, si no se respeta la justicia, se generan conflictos. Sin justicia, se consagra la ley del fuerte sobre el débil. Y esto no es justo.
Pero la justicia es una virtud que actúa tanto en lo grande como en lo pequeño: no sólo concierne a las salas de los tribunales, sino también a la ética que caracteriza nuestra vida cotidiana. Establece relaciones sinceras con los demás: cumple el precepto del Evangelio según el cual el hablar cristiano debe ser: “Sì, sì”, “No, no”; Todo lo que se dice de más, procede del Maligno.” (Mt 5,37). Las medias verdades, los discursos sutiles que buscan engañar al prójimo, las reticencias que ocultan las verdaderas intenciones, no son actitudes acordes con la justicia. El hombre justo es recto, sencillo y directo, no usa máscaras, se presenta tal como es, dice la verdad. A menudo, la palabra “gracias” está en sus labios: sabe que, por muy generosos que nos esforcemos ser, quedamos deudores de nuestro prójimo. Si amamos es también porque hemos sido amados primero.
En la tradición se pueden encontrar innumerables descripciones de la persona justa. Veamos algunas de ellas. La persona justa tiene veneración por las leyes y las respeta, sabiendo que son una barrera que protege a los indefensos de la arrogancia de los poderosos. La persona justa no sólo se preocupa por su bienestar individual, sino por el bien de toda la sociedad. O sea que no cede a la tentación de pensar sólo en sí mismo y de ocuparse de sus propios asuntos, por legítimos que sean, como si fueran lo único que existe en el mundo. La virtud de la justicia deja evidente -y pone la exigencia en el corazón que no puede haber verdadero bien para mí si no hay también el bien de todos.
Por eso, el hombre justo vigila su propio comportamiento para que no perjudique a los demás: si comete un error, pide disculpas. Como es justo pide disculpas siempre. En algunas situaciones es capaz de sacrificar un bien personal para ponerlo a disposición de la comunidad. Desea una sociedad ordenada, en la que sean las personas las que den lustre a los cargos, y no lo contrario. Aborrece las recomendaciones y no comercia con favores. Ama la responsabilidad y es ejemplar viviendo y promoviendo la legalidad. De hecho, ésta es el camino hacia la justicia, el antídoto contra la corrupción.
Además, el justo rehúye comportamientos nocivos como la calumnia, el falso testimonio, el fraude, la usura, la burla, la deshonestidad. Cumple su palabra, devuelve lo que ha pedido prestado, reconoce un salario justo a los trabajadores. Un hombre que no reconoce un justo salario para los trabajadores no es justo, es injusto.
Ninguno de nosotros sabe si en nuestro mundo las personas justas son numerosas o escasas como perlas preciosas. Ciertamente, son hombres que atraen gracia y bendiciones tanto sobre sí mismos como sobre el mundo en el que viven. Los justos no son moralistas que se erigen en censores, sino justos que “tienen hambre y sed de justicia” (Mt 5,6), soñadores que custodian en su corazón el deseo de la fraternidad universal. Y de este sueño, especialmente hoy en día, todos tenemos una gran necesidad. Tenemos necesidad de ser hombres y mujeres justos, y esto nos hará felices.