Este 28 de marzo, Jueves Santo, la Oficina de Prensa de la Santa Sede publicó el mensaje del Papa Francisco en ocasión del 420 aniversario de la Hermandad de Jesús Nazareno de Sonsonate, en El Salvador.
A continuación, el mensaje completo del Santo Padre:
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Queridos hermanos y hermanas:
Les agradezco por haberme hecho partícipe de la conmemoración de la llegada de la imagen de Jesús Nazareno a esas tierras, en 1604, y poderme unir a su celebración en este día solemne de Viernes Santo.
Es significativo cómo el Señor se vale de nuestro pobre lenguaje para hacernos llegar el mensaje divino. También hoy esperamos, como nuestros mayores hicieron hace más de 400 años, ver aparecer la imagen de Jesús Nazareno. Pero, ¿qué queremos ver?, ¿una estatua hermosa?, ¿una obra de arte valiosa?, ¿la algarabía de la gente? Nada de eso, como cada año, si salimos a las puertas de nuestras casas, es para ver llegar a Jesús, evocando, de algún modo, la actitud del pueblo de Israel, cuando, a la entrada de sus tiendas, seguía con la mirada a Moisés que iba al encuentro de la Gloria de Dios (cf. Ex 33,8).
Como Moisés, también nosotros podemos subir a la presencia del Señor para conversar con Él, “cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo” (v. 11). Lo podemos hacer en la oración, si imitamos su fe. En esa oración Moisés pedía al Señor algo que también nosotros buscamos, que le “diera a conocer sus caminos” (Ex 33,13). Dios le prometió: "Yo mismo iré contigo y te daré el descanso" (v. 14), en esa confianza el profeta caminó por el desierto. Sin embargo, siendo tan grande, él no tuvo la oportunidad de ver el rostro de Dios (v. 20), y muchas veces su confianza decayó ante las pruebas de la vida. Nosotros, en cambio, sí podemos contemplar ese divino rostro y sentir que sus pies caminan a nuestro lado. Esa es la promesa que Dios nos hace cuando el paso del Nazareno gira para entrar en nuestro barrio, cruzar nuestra calle y detenerse a la puerta de nuestras casas. Su mirada de amor despojado nos escruta y nos interpela, como a san Pedro, diciéndonos: “¿Me amas?” (cf. Lc 22,61; Jn 21,15-17).
Hermanos, a pesar de nuestra indignidad, de nuestras continuas ingratitudes, respondámosle siempre con generosidad: “Señor, tú sabes que te quiero”. Porque, respondiendo así, replicamos en nuestras vidas la actitud de los israelitas, que permanecían "postrados" delante de las entradas de sus tiendas, cuando la Gloria de Dios descendía sobre ellos (v. 10). En esta actitud de adoración, mostrémonos dóciles a las mociones de su Espíritu, que como la nube de fuego guía nuestro caminar en este desierto (cf. Ex 40,37).
Qué triste sería si cada Viernes Santo nuestros corazones se quedaran simplemente “balconeando” una escena curiosa, sin postrarse ante el paso de Jesús, sin sentir como Pedro su invitación a seguirle (cf. Jn 21,19). Qué pena si no comprendiéramos que es aferrando su Cruz que somos capaces de caminar con Él, y no percibiéramos que es Él quien lleva este yugo para que nosotros podamos encontrar nuestro descanso.
Hermanos, hoy el Señor viene, como cada año, como cada instante, a nuestro encuentro, sigámosle, llevándolo sobre nuestros hombros, consolándolo en la llaga abierta de nuestros hermanos que sufren. Pidamos que nos muestre cómo debemos «glorificar a Dios» con nuestra vida, haciendo de nuestro servicio alabanza, en el trabajo cotidiano, en la familia, en el compromiso por crear una sociedad más fraterna, en definitiva, en el testimonio de bien que todos podemos dar, independientemente de la vocación a la que hayamos sido llamados (cf. Jn 21,19).
Que Jesús Nazareno desde el Calvario los bendiga y su Madre dolorosa los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.