En la Audiencia General de este miércoles 27 de marzo, el Papa Francisco ha reflexionado en su catequesis sobre la virtud de la paciencia.
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado escuchamos el relato de la Pasión del Señor. A los sufrimientos que el padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia. Ella se refiere a la resistencia de lo que se padece: no es casualidad que paciencia tiene la misma raíz de pasión. Y precisamente en la Pasión surge la paciencia de Cristo, que con apacibilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los escupitajos y la flagelación de los soldados; lleva carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a la provocación, sino que ofrece misericordia. Esta es la paciencia de Jesús. Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.
El apóstol Pablo, en el llamado “Himno a la caridad” (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia. En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por magnánima” o “paciente”. La caridad es magnánima y paciente. Expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra “lento a la cólera” (cf. Ex 34,6; cf. Nm 14,18): en lugar de desahogarse ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia.
Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón. Pero no sólo eso: es el primer rasgo de cada gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se cierra en la cólera y el desaliento, sino que persevera y se relanza. La paciencia que recomienza. Así que, en la raíz de la paciencia está el amor, como dice San Agustín: “el justo es tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor de Dios” (De patientia, XVII).
Se podría decir entonces que no hay mejor testimonio del amor de Cristo que encontrarse con un cristiano paciente. ¡Pero pensemos también en cuantas madres y padres, trabajadores, médicos y enfermeras, enfermos, que cada día, en secreto, agracian al mundo con santa paciencia! Como dice la Escritura, “la paciencia es mejor que la fuerza de un héroe” (Pr 16,32). Sin embargo, debemos ser honestos: a menudo carecemos de paciencia. De normal, todos somos impacientes.
La necesitamos como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos, es un instintivo impacientarse, y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana. Rápidamente viene la respuesta, no somos capaces de ser pacientes.
Recordemos, sin embargo, que la paciencia no es sólo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente. Y esto exige ir a contracorriente de la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el “todo y ahora”; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se aprieta a las personas, esperando que cambien al instante.
No olvidemos que la prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual: Porque Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátum, sino que sabe esperar. Pensemos en la historia del Padre misericordioso, que espera a su hijo que se ha ido de casa: sufre con paciencia, impaciente solamente de abrazarlo apenas lo vea volver (cf. Lc 15, 21); o en la parábola del trigo y la cizaña, con el Señor que no tiene prisa en erradicar el mal antes de tiempo, para que nada se pierda (cf. Mt 13, 29-30).
¿Pero cómo se hace para acrecentar la paciencia? Siendo, como enseña san Pablo, un fruto del Espíritu santo (cf. Ga 5, 22), hay que pedírsela al Espíritu de Cristo. Él nos da la fuerza mansa de la paciencia, es una fuerza mansa de la paciencia, porque “es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males” (San Agustín, Discursos, 46, 13). Especialmente en estos días, nos hará bien contemplar al Crucificado para asimilar su paciencia. Un buen ejercicio es también llevarle a Él a las personas más molestas, pidiéndole la gracia de poner en práctica con ellas esa obra de misericordia tan conocida como desatendida: aguantar pacientemente a las personas que molestan. Y no es fácil, pensemos si nosotros hacemos esto, aguantar pacientemente a las personas que molestan.
Se empieza por pedir que se les mire con compasión, con la mirada de Dios, sabiendo distinguir sus rostros de sus defectos. Nosotros tenemos la costumbre de catalogar a las personas con los errores que cometen. Esto no es bueno. Busquemos a las personas por sus rostros, por sus corazones, y no por los errores. Por último, para cultivar la paciencia, virtud que da aliento a la vida, conviene ampliar la mirada.
Por ejemplo, no limitando el mundo a nuestros problemas, como nos invita a hacer la Imitación de Cristo, que dice así: “Es preciso, por tanto, que te acuerdes de los sufrimientos más graves de los demás, para que aprendas a soportar los tuyos, pequeños”, recordando que “No hay cosa, por pequeña que sea, que se soporte por amor de Dios, que pase sin recompensa delante de Dios” (III, 19). Y además cuando nos sentimos presos de la prueba, como nos enseña Job, es bueno abrirnos con esperanza a la novedad de Dios, en la firme confianza de que Él no deja defraudadas nuestras expectativas.